lunedì 19 luglio 2010

Tutti gli uomini sono bugiardi

Ecco le prime pagine dell’edizione originale dell’ultimo libro di Alberto Manguel, Tutti gli uomini sono bugiardi, appena tradotto in Italia da Feltrinelli



Apología

«¿Qué verdad es ésta que las montañas limitan y
que resulta mentira en el mundo que más allá de
ellas se extiende?»
Michel de Montaigne,
Apología de Raymond Sebond


Pero justamente a mí, venir a hablarme de Alejandro Bevilacqua. Mi querido Terradillos, ¿qué le puedo decir yo de ese personaje que cruzó mi vida hace ya treinta años? Si apenas lo conocí, o si lo conocí, lo conocí superficialmente. O más bien, para serle sincero, no quise conocerlo de veras. Es decir, lo conocí bien, ahora se lo confieso, pero de una manera distraída, a regañadientes. Nuestra relación (por llamarla de algún modo) tenía algo de cortesía oficial, de esa nostalgia compartida y convencional de los expatriados. No sé si me entiende. Nos juntó el destino, como quien dice, y si me obliga a jurar, la mano sobre el corazón, si éramos amigos, yo me vería obligado a confesarle que no teníamos nada en común, excepto las palabras República Argentina grabadas en letras de oro sobre nuestros pasaportes.

¿Es la muerte de ese hombre la que lo atrae a usted, Terradillos? ¿Es la visión, esa que sigue alimentando mis pesadillas a pesar de no haberla visto yo con mis propios ojos, de Bevilacqua tendido sobre la acera, el cráneo destrozado, la sangre corriendo calle abajo hasta la alcantarilla, como queriendo huir del cuerpo inerte, como si no quisiese ser parte de ese abominable crimen, de ese final tan injusto, tan inesperado? ¿Eso busca?

Permítame dudarlo. No un periodista enamorado de la vida, como es usted. No un hombre de terreno, como yo lo definiría. Usted, Terradillos, no es un corredor de necrológicas. Al contrario. Usted, indagador del mundo, quiere conocer los hechos vitales. Usted quiere narrarlos para sus lectores, para esos pocos interesados en un artífice como Bevilacqua cuyas raíces hurgaron alguna vez la región de Poitou-Charentes. Que es la también la suya, Terradillos, no lo olvidemos. Usted quiere que esos lectores conozcan la verdad, concepto peligroso si alguna vez lo hubo. Usted quiere redimir a Bevilacqua en su tumba. Usted quiere darle a Bevilacqua una nueva biografía armada de pormenores basados en recuerdos reconstruidos con palabras. Y todo eso por la paupérrima razón de que la madre de Bevilacqua nació en el mismo rincón del mundo que usted. ¡Vana empresa, amigo mío! ¿Sabe lo que le recomiendo? Que se dedique a otros personajes, a héroes más coloridos, a celebridades más llamativas de las cuales el Poitou-Charentes puede enorgullecerse de veras, como ese mariconcito heterosexual, el oficial de marina Pierre Loti, o ese mimado de las universidades yanquis, el calvo Michel Foucault. Éste es mi consejo. Usted, Terradillos, sabe redactar sabias crónicas; se lo digo yo, que de esas cosas conozco. No pierda su tiempo con nebulosidades, con los confusos recuerdos de un viejo rezongón.

Y vuelvo a preguntarle: ¿por qué yo?

Vamos a ver. Mi lugar de nacimiento fue una de las tantas escalas del prolongado éxodo de una familia judía de las estepas asiáticas a las estepas sudamericanas; los Bevilacqua, en cambio, llegaron derechito de Bérgamo a lo que fue a llamarse Provincia de Santa Fe a fines del siglo dieciocho. En la lejana colonia, esos antepasados italianos y aventureros instalaron un matadero; para conmemorar la sangrienta hazaña, en 1923 el alcalde de Venado Tuerto le dio el nombre de Bevilacqua a una de las callecitas menos burguesas de la zona oriental. Bevilacqua père conoció a la que sería su mujer, Marieta Guittón, en una parrillada patriótica; a los pocos meses se casaron. Cuando Alejandro cumplió un año, sus padres fallecieron en el desastre ferroviario de 1939, y la abuela paterna decidió llevarse al niño a la capital de la República. Allí, en el barrio de Belgrano, abrió un negocio de delicatessen. Bevilacqua (quien, como usted sabrá, tenía la enojosa virtud de ser escrupuloso en los detalles) me explicó que no siempre la familia se había ocupado de tripas y fiambres, y que hacía siglos, allá en Italia, algún Bevilacqua había sido cirujano en la corte de cierto cardenal u obispo. Orgullosa de aquellas vagas y distinguidas raíces, la señora Bevilacqua (que prefirió siempre ignorar las ramas hugonotes de la familia Guittón) era lo que llamábamos en mi juventud una chupacirios, y creo que, hasta el infarto que la dejó inválida, no faltó a la misa un solo día de su septuagenaria vida.

Usted, amigo Terradillos, piensa que yo puedo pintarle un retrato de Bevilacqua sentido, febril, fidedigno, que usted volcará en la página con tales calidades, inventándole además algún brochazo de color poitevino. Pero justamente, eso es lo que no puedo hacer. Sí, Bevilacqua se confiaba a mí, me revelaba los detalles más personales de su vida, me llenaba la cabeza de nimiedades íntimas, pero la verdad sea dicha, yo nunca entendí por qué Bevilacqua me contaba todas estas cosas. Le aseguro que yo no hacía nada para alentarlo. Al contrario. Pero quizás porque imaginaba en mí, su conciudadano, una solicitud inexistente, o porque había decidido tildar mi obvia falta de afecto de sobriedad sentimental, lo cierto es que se me aparecía en casa a cada momento del día y de la noche, sin parecer notar que el trabajo me apremiaba, y que yo necesitaba ganarme la vida, y se ponía a hablarme del pasado como si el flujo de palabras, de sus palabras, le recreara una realidad que sabía o sentía, a pesar de todo, irremediablemente perdida. Inútil para mí tratar de convencerlo de que yo no era un exilado; que con diez años menos que él me había ido de Argentina casi adolescente y con ganas de viajar; que, después de echar tímidas raíces en Poitiers, me había instalado por un tiempito en Madrid para escribir tranquilo, a pesar de ese obligado resentimiento que sienten los argentinos hacia la capital de la Madre Patria, sin por lo tanto resignarme al cliché de vivir en San Sebastián o Barcelona.

No tome a mal mis comentarios: Bevilacqua no era uno de esos maleducados que se le sientan en el canapé y después usted no los despega ni con benzina. Al contrario. Era una de esas personas que parecen incapaces de la menor grosería, y era esa misma calidad que hacía que fuese tan difícil decirle que se fuera. Bevilacqua tenía una especie de gracia natural, una elegancia sencilla, una presencia anónima. Flaco y alto como era, se movía lentamente, como una jirafa. Su voz era a la vez ronca y tranquilizadora. Sus ojos encapuchados, latinos diría yo, le daban un aspecto somnoliento, y lo fijaban a uno de tal manera que era imposible mirar para otro lado cuando él hablaba. Y cuando extendía sus dedos finos, amarillos de nicotina, para prenderse a la manga de su interlocutor, uno se dejaba prender, sabiendo que toda resistencia era inútil. Sólo al momento de despedirse, yo me daba cuenta que me había hecho perder la tarde entera.

Quizás una de las razones por las que Bevilacqua se hallaba tan a gusto en España, y sobre todo en esos años todavía grises, era que su imaginación parecía siempre aferrarse a la realidad no concreta sino aparente. En España, no sé si usted estará de acuerdo, todo quiere rendirse a la evidencia: a cada edificio le ponen un cartelito, a cada monumento su etiqueta. Claro que los auténticos conocedores saben que una ciudad-aldea como Madrid es otra cosa, oculta, embozada; que las etiquetas son falsas y que lo que ven los turistas no es sino una mise-en-scène. Pero por alguna extraña razón las sombras que sus ojos le revelaban tenían para él una virtud mayor que la de su memoria o sus sueños, y aunque había sufrido, década tras década, las falsificaciones de la política y los embustes de la prensa en nuestra tierra natal, creía con sorprendente fe en las falsificaciones de la prensa y los embustes de la política de su tierra adoptada, arguyendo que aquéllas eran mentiras y éstos hechos veraces.

A ver si me entiende: Bevilacqua distinguía entre lo falso verdadero y lo verdadero falso, y lo primero le parecía más real. ¿Sabía usted que tenía pasión por los documentales, cuanto más áridos mejor? Antes de saber que estaba publicando una novela, yo nunca hubiera sospechado que tuviese talento para escribir una ficción, ya que era la única persona que yo conocía capaz de pasarse toda una noche viendo una de esas películas que cuentan la vida en un frigorífico asturiano o un sanatorio algamiteño.

Ahora no vaya a pensar que yo no le tenía aprecio. Bevilacqua era —usemos el mot juste— un tipo sincero. Si le daba su palabra, uno se sentía obligado a creerle, y nunca se le ocurría a uno que su gesto fuese vacío o convencional. Tenía la forma de ser de ciertos hombres que yo veía de chico en Buenos Aires, vestidos de traje cruzado, delgados como fideos, el pelo negro engominado bajo el sombrero del shabat, que los viernes por la mañana saludaban a mi madre camino del mercado; hombres (según mi madre, que de eso sabía) de lenguas tan limpias que uno podía saber si una moneda era o no de plata colocándosela en la boca: si era falsa, se volvía negra al mero contacto con su saliva. Yo pienso que mi madre, siempre tan severa en sus juicios, hubiera echado una mirada a Bevilacqua y lo hubiese declarado un Mensch. Es que tenía algo de caballero de provincia, Alejandro Bevilacqua, una cierta calma y falta de curiosidad que hacía que uno moderase los chistes en su presencia y tratase de ser lo más exacto posible en las anécdotas. No es que le faltase imaginación al hombre, pero no tenía talento para la fantasía. Como Santo Tomás Apóstol, insistía en toquetear una aparición antes de creer en ella.

Por eso me quedé tan sorprendido la noche en la que se me apareció en casa y me dijo que había visto un fantasma.

Vamos a ver. Las innumerables mañanas, tardes y noches que pasé oyendo a Bevilacqua entonar áridos pasajes de su vida, viéndolo fumar cigarrillo tras cigarrillo jabalonados entre dos largos dedos color ámbar, viéndolo cruzar y descruzar las piernas para de pronto ponerse en pie y dar grandes zancadas por mi habitación, se convierten en mi memoria en un solo y monstruoso día habitado exclusivamente por este hombre escuálido y gris. Mi memoria, cada día más dada al lapsus, es a la vez precisa e imprecisa. Quiero decir que no consiste en un tejido de nítidos recuerdos, sino en un amontonamiento de muchos recuerdos minuciosamente confusos, contaminados, diría yo, de literatura. Creo recordar a Bevilacqua, y pienso en retratos de Camus, de Boris Vian...

Yo ahora comparto con aquel Bevilacqua, si no la escualidez, ciertamente el tono grisáceo. Por lo demás, yo, inconcebiblemente, he envejecido, tengo panza; él, en cambio, sigue teniendo la edad de cuando lo conocí, que hoy en día tildamos aún de joven y que por entonces llamábamos madurez. Yo he proseguido, como quien dice, la lectura de aquella narración que iniciamos juntos, o que inició Bevilacqua en una Argentina que ya no es nuestra. Yo conozco los capítulos que siguieron a su muerte (iba a decir «desaparición» pero esa palabra, amigo Terradillos, nos está prohibida). Él, por supuesto, no. Quiero decir que su historia, esa que tejió y destejió tantas veces, es ahora mía. Soy yo quien decidiré su suerte, soy yo quien daré sentido a su itinerario. Ésa es la misión del sobreviviente: contar, recrear, inventar, por qué no, la historia ajena. Tome cualquier cantidad de hechos en la vida de un hombre, distribúyalos a su gusto y placer, y allí tiene usted un cierto personaje, de una verosimilitud incontestable. Distribúyalos de una manera una pizca diferente, y ¡caramba! El personaje ha cambiado, es otro, pero igualmente verdadero. Todo lo que puedo decirle es que pondré el mismo cuidado en relatarle la vida de Alejandro Bevilacqua que desearía yo que pusiese mi narrador, cuando llegue el momento, en relatar la mía.

Porque no se trata aquí de hacerle un autorretrato. No es Alberto Manguel quien a usted le interesa. Y sin embargo, una breve incursión en este brazo tributario será necesaria para poder luego navegar con más atino el río padre. Le prometo que no me demoraré en mis riberas ni arrastraré una barredera por mis fondos. Pero necesito explicarle ciertos hechos compartidos y para eso, algún aparte será inevitable.

domenica 18 luglio 2010

Stranezze di una ragazza...

Singolaridades duma rapariga loira

Nel 1873, in una raccolta di scritti di autori diversi, appare una novella assai singolare, Singolaridades duma rapariga loira. L’autore, José Maria Eca de Queiroz, già noto per le sue stravaganze, era già partito da qualche mese per l’Avana. I lisbonesi non vedevano più la sua alta figura, il suo viso di un pallore ulivigno, pallore accentuato dalla nerezza dei capelli, dei baffi vigoreggianti sotto il grosso naso aquilino, degli occhi un po’ velati, in cui s’incarnava – inevitabilmente – il monocolo.
Sempre irreprensibile nella lunga rendigote e nel ben lisciato cappello a cilindro, quell’arbiter elegantiarum del Chiado e della Baixa – gli aristocratici quartieri di Lisbona – che poteva passare agli occhi degli inesperti per un eroe di salotto, celava sotto l’apparenza mondana un’anima d’artista, irrequieta combattiva.
Non invano egli aveva respirato per quasi sei anni l’ardente atmosfera di Coimbra, la città da cui erano partite le prime avvisaglie dell’insurrezione antiromantica in nome del realismo; non invano era appartenuto all’animosa generazione studentesca che, dal 1861 al 1866 aveva dichiarato una guerra senza quartiere alla routine, al dispotismo, al formalismo accademico, ad ogni tradizionalismo nell’Arte, nel Pensiero, nella Politica. Ma il suo spirito raccolto e meditativo l’aveva tenuto tuttavia lontano dalle orge verbali e dalle tumultuose dimostrazioni con cui la più o meno studiosa gioventù atterriva i pacifici cittadini della città di Mondego.
Le “Singularidades” costituiscono il preludio all’ampia, possente sinfonia in cui si andrà sviluppando il Realismo di Eca de Queiroz, rappresentato principalmente da quattro romanzi: O crime do Padre Amaro (1875 e 1880), O Primo Bazilio (1878), A Reliquia (1887), A Illustre Casa de Ramires (1879).
L’humble vérité. Il motto premesso dal Maupassant al suo romanzo Une vie, potrebbe fregiare le “Stranezze”, di carattere così nettamente antiromantico. Come è “poco eroico” il suo eroe! Non è né un poeta né un artista, od almeno un conte: è un povero, timido impiegato di commercio la cui vita si svolge monotona e grigia. La sua è una storia d’amore, ma il dramma, quasi silenioso, che la conclude, non è un dramma propriamente d’amore: non è il solito abbandono, il solito tradimento, la solita incomprensione. De Queiroz ci riferisce questa storia pacatamente, obbiettivamente, ma così, com’è, nella sua nudità, nel suo pudore narrativo e verbale, essa genera in noi un’emozione ancor più intima e tenace.

sabato 17 luglio 2010

Il prezzo del linguaggio

Tutte le specie viventi più evolute, prima o poi, si estinguono. Le civiltà intelligenti, hanno una durata limitata. Il progresso di una specie si misura sempre a posteriori: nel senso che di solito lo misura qualcun altro. Dopo che la specie si è estinta.
Se questo è vero (e sarebbe davvero difficile negarlo), agli studiosi non resta che il compito, affatto agevole, di cercare i motivi, le ragioni di ciò. La ricerca del colpevole, insomma.
Una brillante soluzione, sulla base di originali e pregevoli indizi, nonché sulla base di seri studi, la propongono Alessandra Falzone e Antonino Pennisi, in un bel libro dal titolo “Il prezzo del linguaggio. Evoluzione ed estinzione delle scienze cognitive” (Il Mulino).
Il colpevole sarebbe appunto IL LINGUAGGIO. E più precisamente il linguaggio ARTICOLATO. Il linguaggio però inteso per quello che è: “una funzione cognitiva profonda, quel filo di ragnatela con il quale abbiamo intessuto attorno a noi una nicchia ecologica simbolica alla quale ora dobbiamo adattarci, il bozzolo oltre il quale non si intravede alcuna farfalla. Più ci divincoliamo, più ci imbriglia. Cosicché inevitabilmente, come per una sindrome di Stoccolma evoluzionistica, l’uomo si sarebbe innamorato del proprio carceriere.
Il colpo di scena, infatti, è che proprio questa centralità innegabile del dispositivo linguistico sarà fatale a noi animali aristotelici. Non c’è via di fuga, perché ciò che maggiormente ci ha reso umani è anche ciò che beffardamente ci avvicina alla fine” (Telmo Pievani, nell’Introduzione).
Anche se, probabilmente, all’interno della complessa trama del lavoro non mi sembra si dedichi la sufficiente e necessaria importanza al ruolo così fondamentale di un altro genere di linguaggio umano specifico, ovvero quello strettamente connesso all’emergere e alla diffusione dell’autoconsaspevolezza (dunque il linguaggio autoriflessivo), il libro appare assolutamente da leggere e studiare.

venerdì 9 luglio 2010

Scrivere non è reato (Juan Rodolfo Wilcock)

Solitario e seducente. Disincantato e ammaliante. Appassionato e snob. Un’armonia degli opposti fa l’appeal del poeta italo-argentino Juan Rodolfo Wilcock, che nacque nel 1919 a Buenos Aires e morì nel 1978 a Landriano (Viterbo) dove visse da cittadino elettivo del Belpaese e figlio adottivo della lingua italiana. Gli avrà fatto gioco, nel comporre in amalgama tanta eterogeneità, la varietà delle esperienze da cui proveniva: la formazione giovanile da ingegnere che in madrepatria sovrintese alle ferrovie transandine; la vocazione precoce di traduttore che, nella madrelingua spagnola, riscrisse le opere di Marlowe, Aubrey, Joyce; la vicinanza della «luminosa trinità», Borges, Bioy Casares e Silvina Ocampo, dai quali aveva imparato l’ozio pensoso, l’intelligenza attiva, la stranezza dell’universo.

Accompagnato da quei tre numi tutelari approdò in Italia nel 1951, e si persuase poi a restarvi: sedotto dalla lingua di Dante che aveva scelto come proprio idioma e riconosciuto come codice della poesia tout-court. Oltre all’amore per il verso, furono la curiosità per le scienze e la passione per la filosofia di Wittgenstein, coltivati come antidoti alle certezze della ragione, a formare la sua «eccentrica saggezza», il suo «sottofondo di felicità» - scrisse il suo editore Roberto Calasso - e a consolidare il suo spirito critico e il suo temperamento ruvido, scostante, charmant.

Era «sprezzante» per talento di «sprezzatura», la virtù inventata da Baldassar Castiglione e celebrata da Cristina Campo, dice di lui Edoardo Camurri curatore degli scritti che Wilcock pubblicò sulla stampa italiana negli anni 60 e 70, raccolti nel libricino Adelphi Il reato di scrivere.

Su quotidiani e periodici - Il Mondo di Pannunzio, Tempo presente di Chiaromonte, La voce repubblicana - Wilcock scrisse di caste intellettuali, conventicole accademiche, scuderie editoriali. Delle «confraternite» dei letterati, del «racket dei premi letterari»: così definiti, più che con risentita intenzione di denuncia, con l’innocenza stralunata di chi nota la nudità dei potenti. Scriveva dell’onestà scoraggiata nei giovani artisti e delle prevaricazioni esercitate dai loro (re)censori. Della tirannia della cultura al potere e del suo asservimento alle «aspirazioni più bestiali» dei sudditi. Delle mistificazioni dei letterati, dell’arrivismo degli scrittori. E poi del perbenismo culturale, della smania distruttiva di stroncare, di egotismo permaloso spacciato per originalità e di valutazioni omertose distribuite con l’etichetta del «buon gusto». Per risollevare lo spirito e alzare lo sguardo scriveva del «suo» Dante. Ovvero di poesia: della quale Wilcock - «poeta di cultura europea», disse di sé, e autore, oltre che di giornalistici pezzi di bravura, di varie raccolte di versi - proclamò l’esaurimento e la morte. Salvo annunciarne la rinascita nelle forme e nei ritmi della prosa italiana.

I promotori di un’inchiesta mi hanno domandato: «Che cosa significa per Lei, oggi, Dante?». Poiché Dante fu il poeta massimo della letteratura europea, per me è come se mi domandassero: «Che cosa significa per Lei, oggi, la poesia?». Ciò non mi provoca il fastidio che mi provocano certe inchieste, da critici-portinai, come per esempio: «1. Che pensa Lei del romanzo sovietico contemporaneo? 2. Che pensa Lei del nouveau roman?». E così via. Perché il romanzo sovietico contemporaneo e il nouveau roman mi riguardano quanto la temperatura minima dell’altro ieri a Manila; invece la domanda su Dante, cioè sulla poesia, non solo mi riguarda, ma mi coinvolge.

Allo stesso modo coinvolge migliaia di persone che scrivono o hanno scritto poesie, che si occupano o si sono occupate di poesia. Non è una domanda locale, italiana: è una domanda intorno a una grande cosa finita, compiuta, senza seguito: la poesia in Europa, nelle due Americhe e in tutte quelle parti del mondo che si servono delle lingue europee. Non si tratta di Leopardi o di Torquato Tasso, si tratta del miglior poeta che ebbero le nostre lingue. Ossia il più grosso produttore di un prodotto che non si produce più. La domanda interessa quasi tutti noi, perché fino a poco tempo fa quasi tutti noi partecipavamo, sia pure come consumatori, a questa produzione, o al suo simulacro, e l’abbiamo vista scomparire sotto i nostri occhi. Scomparire come mestiere per diventare vizio. [...] Il mestiere consisteva nello scrivere «Dolce color d’oriental zaffiro» e consegnare al linguaggio quest’alba nuova e memorabile; il vizio sta nello scrivere di nuovo «Dolce color d’oriental zaffiro» e infilarcelo nel taschino, o legarlo alla coda del gatto; perché, dove altro possiamo metterlo? Dante si serviva della poesia per attestare la sua convinzione, gloriosa ma scaduta, che non siamo nati per vivere come bruti. Scaduta, dico: adesso sappiamo, o sospettiamo, di essere nati per vivere come bruti. [...]

Vorrei però che tutto questo fosse un’ipotesi sbagliata (non si può essere pessimisti e desiderare inoltre di aver ragione). Ho parlato finora a nome dei letterati; ho considerato l’insieme enorme di prodotti poetici di questo ciclo concluso e l’impossibilità, per loro, di aggiungerci qualcosa: non perché non lo sappiano fare, bensì per la mancanza sia di movente che di scopo nel farlo. [...]

Credo che «quell’insieme enorme di prodotti poetici» sta a condizionare ancora le nostre possibilità di espressione, ossia di pensiero, e che ciò non sia sempre un bene. Quante volte non vediamo la realtà attraverso un verso che, pur esprimendo un pensiero questionabile, riesce magicamente a presentarsi come pensiero delicato. I più ovvi, anche se i più rozzi esempi, sono i proverbi in versi, feccia dell’insipienza, eppure magicamente accettati: «Moglie e buoi [...] dei paesi tuoi», «Tra moglie e marito [...] non mettere il dito», o peggio ancora: «Al contadino non far sapere [...] quant’è buono il cacio con le pere».

Sul piano più dignitoso possibile, lo stesso vale purtroppo per la Divina Commedia. Fin dall’inizio: «Nel mezzo del cammin di nostra vita»; e subito tutti a supporre che la vita sia un cammino, senza alcun motivo. E una volta storta la mente in quella direzione, e con tanta forza - con tanta forza, soprattutto -, nessuno la raddrizza più. Un altro grande poeta scrive che «la vita è sogno», dunque bisogna credere che la vita sia un cammino e un sogno contemporaneamente; è strano che ciò non comporti per noi alcuna difficoltà. «Quell’insieme enorme di prodotti poetici» è un gran dono e un gran pericolo. [...]

Il pericolo peggiore (ma perché pericolo? Semplicemente prospettiva) è questo: che una miliardaria proliferazione di esseri umani, come dice Morante: «soprannumerari conciati, televisati e lustrati per la bomba atomica», estenda il nominalismo delle ideologie puerili a oggetti sempre più complessi, fino a mummificarli e convertirli in puri nomi, semmai connessi a piccoli riti: «San Marco», un posto dove si entra e dopo un quarto d’ora si esce; «Golfo di Napoli», golfo bello da guardare; «Debussy», musica che faceva la borghesia mentre decadeva; «Cechov», attività dei teatri sovvenzionati; «Shakespeare», varietà di dialoghi e vestiti del Seicento con delitti; «Picasso», disegni storti per appartamenti; «Tiziano», quadri per musei; «Leonardo», «Michelangelo» e «Raffaello», navi e geni; «Dante», poeta nazionale. E una volta svuotati di ogni senso, al contrario del Geova ebraico, di loro non sia permesso dire o sapere altro che il nome.

mercoledì 7 luglio 2010

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy solo y escribo. No, no estoy solo. Hay alguien aquí que tiembla.