lunedì 27 settembre 2010

Claudio Magris

En la literatura existen muchas habitaciones y no se necesita elegir ideológicamente entre voces contrastantes; se puede -se debe- creer a la

vez en la fe de Tolstói y en la inercia de Oblómov; los grandísimos escritores son aquellos cuya perspectiva abarca trescientos sesenta grados. A veces me pregunto de qué lado estoy, si mi historia es la contada porGuerra y Paz, por la Metamorfosis de Kafka o por el Auto de fe de Canetti. Tal vez mi odisea literaria es la que cuenta mi viaje a la nada y el regreso; tal vez por eso los escritores que más me han enseñado son los que dan voz imparcial a las diversas cuerdas y a las más antitéticas pasiones, a la fe y a la nada."

Claudio Magris

De su nuevo libro Alfabetos. Ensayos de literatura,

editado por Anagrama.

sabato 4 settembre 2010

Quand la littérature s'écarte du roman sans renoncer au récit, elle jouit d'une distance nouvelle face au monde. Plus près des choses, elle se contente d'êtreun simple instrument d'enregistrement, comme un oeil mécanique au milieu de la vie

Hanif Kureishi

Si es cierto, como he leído en algún sitio, que en cualquier momento hay al menos un 2% de la población que está escribiendo una novela, entonces, lo que muchos de los interrogantes sobre los cursos de "escritura creativa" y su rápida proliferación en épocas recientes se plantean es, en realidad, para qué necesitamos a otras personas. ¿Escribir es algo que uno hace a solas, o necesita a otros que le ayuden? Uno puede tener conversaciones útiles pero repetitivas consigo mismo, y puede obtener placer sexual por su cuenta, aunque tal vez sería alarmante que asegurase que ha hecho el amor consigo mismo. Se supone, en general, que la conversación y el sexo son más productivos e impredecibles con otros. Varias de las formas artísticas más importantes del siglo XX -jazz, pop, cine- son fruto de colaboraciones. ¿La escritura es como ellas, o es una cosa completamente distinta? Algunos se hacen escritores porque quieren ser independientes; no quieren ni ser competitivos ni depender de otros. Para ellos, escribir es un proceso de exploración de sí mismos totalmente personal, una forma de estar solos, de reflexionar sobre su vida y quizá de esconderse, mientras hablan con alguien que está en su cabeza. Y desde luego, sin cierta pasión por la soledad, ningún escritor es capaz de soportar la tediosa obsesión de esta profesión. Pero la cosa no acaba ahí, en soledad. Algunos estudiantes, sobre todo al principio, cuando empiezan a escribir, tienden a enseñar su trabajo a amigos y, a veces, a familiares, como manera de informarles de unas cuantas verdades pero también con la esperanza de que su reacción les sea útil. Sin embargo, por mucho que al lector bienintencionado le pueda gustar el texto, no por eso va a poseer el vocabulario necesario para expresarlo de forma útil, para decir algo que pueda ayudar a progresar al escritor. La amabilidad puede consolar mucho, pero no siempre sirve de inspiración.

La escritura y la vida no son cosas aparte, y el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente

Los hombres y las mujeres siempre han buscado formas de mejorar, modificar o transformar sus estados de ánimo, mediante el empleo de hierbas, nicotina, alcohol y drogas, además de descargas eléctricas a través del cráneo, opio, baños, tónicos, libros y conversación (en el siglo XVIII llegó a ser popular el "cordial de perla" -perla pulverizada- como supuesta cura para la depresión). No hay motivo para que el ejercicio de la escritura no pueda ayudar a una persona a ver lo que tiene dentro y a organizar y profundizar sus ideas de quién es. También lo hace la lectura, que proporciona un vocabulario de ideas que uno puede utilizar para contemplar su vida con nuevos ojos. Pero un profesor de escritura no es un psicoanalista dispuesto a escuchar con paciencia cómo florece el inconsciente a través de la libre asociación o los sueños, y el estudiante se extrañaría si viera a su profesor más dispuesto a curar que a instruir. Cuando es necesario, y suele serlo, el profesor tiene que enseñar, transmitir información sobre estructura, voz, punto de vista, contraste, personajes, la disciplina de escribir. Y, sobre todo cuando se enfrenta a una masa de trabajo que no puede comprender y que no sabe cómo abordar -algo especialmente horrible para un profesor que quizá piense, equivocadamente, que debe entender todo y a toda velocidad-, tal vez puede utilizar algo parecido a un método socrático. Haciendo muchas preguntas, puede devolver al alumno su trabajo con otro aspecto, al mismo tiempo más claro y más confuso. Los estudiantes, muchas veces, no saben qué decir cuando se les pregunta qué significa una imagen concreta o un diálogo determinado, no saben si cumple la función que creen que cumple. Quizás es productivo escribir desde el inconsciente, donde el mundo es más extraño y tiene menos limitaciones, pero también es preciso valorar luego el trabajo de forma racional. Y parte de ello consiste en hablar de él. Un estudiante de cine, en un corto que había rodado, había colocado a dos hombres jóvenes en un banco de un parque, donde les había filmado por detrás, con una toma de sus nucas, durante varios minutos. Cuando le pregunté por qué era una toma tan sostenida, me respondió que el momento -un momento considerable, en mi opinión- representaba "la muerte". Dijo que quería que el espectador, en ese instante de la película, pensara en su propia muerte. Siempre dispuesto a discutir, pero intentando mantener la calma y recordándome a mí mismo que enseñar era un oficio noble, dije que no podía comprender cómo pensaba que el público iba a dar el salto de la imagen que les presentaba a esa idea. Él pareció entender que necesitaba unas imágenes más vívidas y certeras para transmitir lo que quería decir. También le fue útil que le dijera que necesitaba desarrollar una sensación de historia, y no juntar unas escenas con otras con la esperanza de que el público advirtiera la conexión. En una obra, si todo lo demás falla -por ejemplo, el humor, o la fascinación de los personajes-, la historia puede mantener por sí sola el interés del lector, como pasa en los culebrones. A este estudiante también le habría sido beneficioso el contacto con voces más autorizadas, otros artistas y poetas muertos, de los que podría haber aprendido soluciones más imaginativas para su intento de transmitir su mundo interior al exterior. Es asombroso que a los alumnos no se les suela enseñar a ver la relación que hay entre el estudio de otros artistas y su propio trabajo. Tomar prestada una voz o probar voces nuevas no es lo mismo que adquirir una propia, pero es un paso en esa dirección. Lo que uno roba se convierte en suyo cuando lo modifica de forma creativa. Dado que un artista se nutre prácticamente de todo, una educación humanística amplia, una especie de curso base que incluyera religión, psicología y literatura, sería un complemento muy útil para cualquier curso de escritura.

Las conversaciones con el profesor deben servir para que el alumno se haga una idea de lo que puede pensar un lector corriente de su obra y tenga siempre presente que, en definitiva, escribe para otros. Los escritores no son exhibicionistas, sino animadores. Y esas conversaciones deben dar también al estudiante una idea de lo que pretende decir. El estudiante también puede adquirir esa claridad, junto con ideas nuevas, al trabajar con otros escritores en grupo. Aunque en general es preferible la enseñanza individual concentrada -la mayoría de los consejos sobre la escritura son demasiado generales y del tipo "escribe sobre cosas que sabes"-, la ventaja del grupo es que cada estudiante tiene la oportunidad de oír una variedad de críticas y sugerencias, algunas absurdas y otras muy valiosas. Los alumnos aprenden unos de otros. Otra modalidad es que los alumnos trabajen por parejas, leyéndose sus textos mutuamente, aunque eso no es fácil cuando se trata de obras más largas, y difícil de mantener durante todo el tiempo que puede tardarse en completar una obra de tamaño decente. Lo que hay que tener en cuenta es que el lector orienta al escritor, y éste debe ser consciente de que sólo existe en relación con aquel cuya atención solicita. El lector o espectador debe quedar convencido de que el escritor es competente y ver que su obra es verosímil y que se puede creer sin problemas. Lo que el escritor quiere es que el lector se sienta como se ha sentido él.

Al intentar escribir uno tiene que cometer algunos errores, errores que engendrarán buenas ideas, que harán sitio a más inspiración. Y hay otros errores que conviene evitar, aunque a veces es difícil distinguir entre los dos. Lo que quizá lo aclare es pensar qué ocurre cuando el escritor se bloquea, se queda atascado. Una alumna mía quería contar una historia en la voz de una niña de siete años. Como es de imaginar, le estaba resultando extraordinariamente difícil, y eso la tenía bloqueada (las cosas que uno tiene más prisas por decir pueden no ayudar a que el texto sea mejor). Con su empeño en ocupar un punto de vista que le era prácticamente imposible, estaba consiguiendo escribir poco y empezaba a desanimarse. Un buen consejo para ella habría sido que intentara contar la historia desde otra perspectiva o trabajar en otra cosa durante un tiempo, antes de volver a su idea original. Tal vez tendría que aprender a esperar la aparición de una idea mejor. Y esa cuestión de esperar, para un escritor, es muy importante. Una idea buena puede surgir de pronto, pero para desarrollarla o probarla hace falta el tiempo que hace falta. A quienes rodean al autor puede parecerles que hace poca cosa, se limita a estar tirado en el sofá con la mirada perdida o dar largos paseos (no cabe duda de que Charles Dickens estaba escribiendo cuando paseaba). A lo mejor es en esos momentos cuando se le ocurren las buenas ideas -un libro no está formado por una gran inspiración, sino por muchas pequeñas-, así que debe acostumbrarse a ser culpable de una indolencia fecunda.

La escritura y la vida no son cosas aparte, aunque pueden estar separadas y, en general, el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente. Sin embargo, con frecuencia, un estudiante utiliza la escritura para meditar sobre su vida, de modo que lo que le muestra al profesor es un problema.

Una mujer decide escribir sobre su madre pero se encuentra abrumada por la pena y los sufrimientos. Sigue adelante, pero se detiene, aterrada de lo que puede querer decir. Al final tiene que decidir si quiere seguir o no con ese tema tan doloroso pero fundamental. Quizá prefiera escribir sobre otra cosa. O tal vez necesite descubrir si es capaz de afrontar ese asunto tan difícil. Y también puede pensar: ¿escribir es una forma de aplacar el terror, o de crearlo? Vemos que en este caso la escritora es el material; el poema es la persona. Son la misma cosa. De aquí se deriva que una de las angustias del escritor es el miedo a lo que sus palabras pueden hacerles a otros y lo que otros pueden hacerle a él si dice lo que piensa, aunque sea de forma ficticia. Como siempre hay ciertas ideas que se prohíben o se frenan en las familias -y en todas las instituciones-, casi todos los adultos, aunque sea de manera inconsciente, tienen miedo de expresar lo que piensan sobre determinados hechos. Temen que les acusen de traición y les castiguen, cosas muy posibles. Por lo tanto, deben preguntarse si van a poder soportarlo. Por otra parte, puede ser que exista una verdad personal concreta y que eso sea lo que el escritor desea revelar por encima de todo, y eso crea un conflicto insoportable que le hace bloquearse. Si un alumno no puede escribir más que monólogos deprimentes al final de los cuales el orador se suicida, uno tiene que preguntarse, no sólo sobre el estado de ánimo del autor, sino también por qué no hay más personajes en la obra, por qué no se oyen otras voces. En el caso del que hablo, era evidente que este alumno -que había estado ingresado en instituciones psiquiátricas en las que le habían hecho poco caso- me estaba mostrando algo que me tenía que tomar en serio y sobre lo que debía reflexionar. Era inquietante, y no me fue fácil ver cómo avanzar. Al final le convencí de que introdujera otros personajes para convertirlo más en una conversación. La verdad es que, al cabo de unas semanas, fue capaz de hacerlo, aunque los suicidios continuaron. Comprendí que, cuando por fin estaba a punto de abordar lo que le era imposible decir, el suicidio era una salida cómoda. Era otra versión del bloqueo del escritor. Pero una vez que sus personajes empezaron a dialogar -y el estudiante vio la importancia de debatir consigo mismo, de abrir su mente-, su obra se desarrolló. Las escenas se alargaron y la gente empezó a hablar. Su obra empezó a ser más accesible para otros. Durante un tiempo, al menos, pareció que el escritor había traspasado parte de su locura a sus personajes. Estaban más enfermos que él. La verdad es que los más sanos no suelen ser los más creativos. Como nos recordó Proust, "todo lo bueno que hay en el mundo procede de neuróticos. Disfrutamos de mil manjares intelectuales, pero no tenemos ni idea del precio que han pagado sus creadores, en noches de insomnio, lágrimas, risa espasmódica, erupciones, asma, epilepsia y el miedo a la muerte, que es peor que todo lo demás". Lo que me tranquilizaba era el entusiasmo de mi alumno, su empeño en el trabajo. Nuestras reuniones le proporcionaban una estructura útil. Creo que, si no hubiera tenido un profesor que le acompañase en el proceso, habría dado penosas vueltas sin fin y se habría aislado cada vez más. Su obra era una de las más extrañas e imaginativas que he leído, muy alejada del realismo romo y los convencionalismos que la mayoría de los estudiantes suelen considerar un trabajo imaginativo.

Algunos estudiantes tienen grandes fantasías sobre lo que es ser escritor, sobre los beneficios que creen que ser escritor les va a suponer. Eso despierta su deseo y les ayuda a comenzar. Pero, cuando se dan cuenta de lo difícil que es terminar una obra decente, escribir unas 15.000 palabras que merezcan la pena y, al mismo tiempo, se hacen a la idea de que es prácticamente imposible ganar mucho dinero con la escritura, experimentan un bajón, se van a pique, se desaniman y se sienten impotentes. La pérdida de una ilusión puede ser dolorosa, pero, si el alumno consigue superarla -si el profesor consigue mostrarle que su trabajo tiene cosas buenas y le ayuda a soportar la frustración a aprender a hacer algo difícil-, entonces hará mejores progresos.

Al final, el escritor aprende sobre todo de sí mismo, y siempre querrá evolucionar, encontrar nuevas formas para sus intereses. Si tiene suerte, mientras aprende a dar rienda suelta a su imaginación, editará y evaluará su propio trabajo. Eso no quiere decir, claro está, que nunca vaya a necesitar a nadie. Quizá prefiera ignorar a los demás, pero antes tendrá que escucharles, al mismo tiempo que continúa hablando.

giovedì 2 settembre 2010

Alberto Manguel II - Cuando la ficción sirve de defensa


Alberto Manguel reivindica en 'La ciudad de las palabras' el poder de la literatura como arma contra las mentiras de la manipulación comercial y política


Sobre la mesa de trabajo de Alberto Manguel hay una pulcra fila de cuadernitos idénticos, un centenar, tantos como cantos tiene la Divina comedia. Cada día entre las seis y las siete de la mañana el escritor argentino lee un canto y anota en una de esas libretas sus impresiones. Luego desayuna. "A Dante lo guardo para mí", explica. Es decir, no está preparando un ensayo sobre el poeta toscano. "¿Sabe lo que me sigue asombrando? Que ese libro haya salido de una sola cabeza".

También asombra que la vida de Alberto Manguel -que publica La ciudad de las palabras (RBA), una recopilación de cinco conferencias sobre el valor de la ficción como aviso contra las trampas de la identidad y las mentiras de la propaganda- sea la de una sola persona. Nació en Buenos Aires en 1948 pero se crió en Israel, donde su padre era diplomático. Aprendió alemán e inglés, la lengua en la que escribe, antes que español. Tras pasar la adolescencia en Argentina -donde ejerció como lector para un Borges ya ciego-, fue editor en Londres, París, Milán y Tahití. Hoy es ciudadano canadiense pero vive en Mondion, una aldea a una hora de Poitiers, en Francia. Allí, en un antiguo presbiterio pegado a una iglesia del siglo XII, instaló hace una década los 35.000 volúmenes de su biblioteca. Una historia de la lectura (Lumen) fue el título que consagró a Manguel, que estos días toma notas para el libreto de una ópera con música de Osvaldo Golijov que se estrenará en el Metropolitan de Nueva York en 2014. En su jardín, el escritor demuestra que vive apartado, pero no aislado. Y está de acuerdo en que este es su libro más político. "Beckett decía que, como extranjero en Francia, no tenía derecho a opinar sobre política. Yo tengo menos paciencia y aquí la injusticia es cotidiana: se puede quitar la nacionalidad a quien ha cometido un delito como castigo para los extranjeros. El Ministerio de Identidad Nacional y de Inmigración lo hubiese podido crear Goebbels". En su nuevo libro, Manguel rastrea la política que contiene toda literatura por aséptica que parezca. "No es inocente la elección de las historias que utilizamos para representarnos. En Argentina el poema nacional es Martín Fierro: la historia de un desertor que se opone a las leyes del Gobierno, alguien que se ve obligado a dejar a su familia y para quien la emoción más importante es la amistad. Allí no se cree en las leyes y los medios para conseguir cierta justicia personal están justificados. No podría ser la epopeya nacional suiza". Pero La ciudad de las palabras no está anclado en el pasado. Quiere medirse con los retos del presente. Para su autor, dos: el elogio de la facilidad y la negación de la inteligencia. "Vivimos en una época en la que valores como brevedad, superficialidad, rapidez y simpleza son absolutos. Nunca lo habían sido. Los valores que desarrollaron nuestra sociedad fueron los de la dificultad (para aprender a sobrellevar los problemas), la lentitud (para reflexionar y no actuar impulsivamente) y la profundidad (para saber adentrarse en un problema). Si se prescinde de esos valores se obtienen reacciones banales fácilmente manipulables". El peligro, según Manguel, alcanza al propio desarrollo humano. "Nos define como especie el poder de reflexionar y de imaginar. Estamos convirtiendo las escuelas en centros de adiestramiento. Han dejado de ser sitios en los que la imaginación se desarrolla gratuitamente, por ninguna otra razón que para desarrollarla, y exigimos que la educación rinda cuentas. La ministra francesa de Finanzas lo dejó claro: hay que pensar menos y trabajar más. Se trata de crear esclavos consumidores: nadie que piense dos minutos compra unos jeans rasgados por 300 euros". Lo peor, además, es que muchos han terminado por creerse su propia propaganda. "Se desprecia la inteligencia de la gente diciendo que es incapaz de enfrentarse a un libro complejo. El resultado es que en EE UU muchos autores literarios solo publican en sellos universitarios", dice Manguel. El ensayista alerta también contra cierta literatura reciente -apunta un nombre: David Foster Wallace- que echó los dientes con el pop art y que considera un valor lo que era tradicionalmente objeto de crítica: "Lo que sucede en literatura no está separado de la política o la economía. Seguimos el modelo del supermercado: objetos de consumo muchas veces inútiles y desechables. Es peligroso buscar valores ahí porque se eliminan los niveles de lectura de una verdadera obra de arte. Dicen: quedémonos en la superficie de las cosas, admiremos la elegancia de un uniforme militar". El autor de Una historia de la lectura asegura que es demasiado pronto para añadir un capítulo sobre el libro electrónico: "Cuando esa tecnología tenga su uso preciso y sus creadores, sí". Por lo demás, es consciente de que el trato con el libro de papel tiene mucho de costumbre, "como el que usa unas chanclas viejas porque son cómodas". Él no tiene lector de libros electrónicos, pero entiende que otros lo usen. "Me pregunto si pueden hacer con un libro electrónico lo mismo que yo con uno de papel". Para demostrar que no tiene problemas con el mundo contemporáneo, solo con algunos de sus apóstoles, Manguel adelanta una lista de escritores a los que se puede leer "con Stevenson o San Juan de la Cruz": Cees Nooteboom, Kadaré, Anne Carson y "buena parte" de la obra de Ian McEwan. No está mal si el listón lo pone Dante a las seis de la mañana.

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Mondion
EL PAÍS - Cultura - 01-09-2010


mercoledì 1 settembre 2010

Rue du Dragon

RUE DU DRAGON
VI ème arrondissement de Paris


Notice écrite en 1859. Commençant : boulevard Saint-germain, 163. Finissant : rues de Grenelle, 2, et du Four, 56. Cette voie existait au XIVe siècle. Dénommée rue du Dragon en 1808, elle portait précédemment le nom de chemin ou rue du Saint-Sépulcre. Origine du nom : Le dégagement de l'ancienne cour du Dragon donnait sur cette rue.

Le Petit-Sépulcre. – L'École d'Équitation. – La Cour du Dragon. – Divers Hôtels. – Le Carrossier Raveneau. – La Famille Laplagne. – Bernard-Palissy. – Un Baroche. – Germain Brice.

Les chanoines du Saint-Sépulcre, ordre religieux et militaire, habitaient, dès le XVe siècle, une propriété sise dans une rue à laquelle s'étendit le nom de leur confrérie. Cette maison n'était que le Petit-Sépulcre, eu égard à leur grande maison hospitalière et à leur église collégiale du Sépulcre, que la cour Batave a fini par remplacer rue Saint-Denis. Puisque le Petit-Sépulcre était en ce temps-là voisin de l'habitation de la famille Taranne, laquelle se trouvait rue Taranne, non loin de la rue Saint-Benoît, nous serions porté à voir dans la cour actuelle du Dragon l'ancienne annexe de la susdite compagnie, religieuse. Mais les chanoines n'auraient pas eu que cela dans la rue. Un dragon sculpté qui figure, avec d'autres reliefs solidement accusés et de vieilles ferrures de croisées, sur le portique de cette cour, du côté de la rue Sainte-Marguerite, sert encore d'enseigne à l'immeuble.

N'y doit-il pas être regardé comme faisant allusion au dragon que la légende met sous les pieds de sainte Marguerite et qui ressemble au monstre fabuleux que terrasse ailleurs saint Michel ?

La cour du Dragon fut connue sous cette dénomination avant que la rue y prît part ; mais elle ne servait pas encore de passage au beau milieu du règne de Louis XIV. C'était alors l'ancienne Académie, dite bientôt l'académie Royale, sous la direction de Longpré et de Bernardy. Elle comptait autant de pensionnaires que la nouvelle, ouverte rue des Canettes. L'une et l'autre suivaient à l'envi les traditions de la première institution de ce genre, fondée par Pluvinel, sous la régence de Marie de Médicis. Les jeunes gens y apprenaient surtout ce dont un gentilhomme se passe le plus difficilement l'équitation, les armes, les mathématiques et la danse. En cette cour du Dragon, rue du Sépulcre, demeurait vers l'année 1770 Mlle Dubois, de la Comédie-Française, chez laquelle M. de Sarral avait ses grandes entrées, dans le même temps que Dorat ses petites.

Au commencement du règne de Louis XVI, Mme Crozat, la mère, et ne sait-on pas que le duc de Choiseul avait épousé une Crozat ? Était propriétaire de tout l'immeuble, où pullulaient déjà, comme locataires, des marchands de poêles et de ferraille.

Jusqu'à l'embouchure de la rue Sainte Marguerite s'étendit également, à l'origine, le jardin d'un hôtel presque contigu au manége royal de Longpré, et qui porte le n° 3. Il se peut très bien que Jean ou Christdphe de Taranne y ait été de longue date le prédécesseur de Boucher, écuyer, conseiller du roi, dont une autre rue a pris le nom ; dans tous les cas, Boucher a laissé la propriété à M. de Senneville, puis à Mlle d'Haraucourt, qui descendait d'une des quatre maisons de l'ancienne chevalerie de Paris, et M. le comte d'Haussonville l'a héritée de Mlle d'Haraucourt.

Les immeubles séculaires se suivent de près rue du Dragon, et l'on peut ajouter que beaucoup d'entre eux se ressemblent. Le 13 fut acquis avant la grande révolution par la famille de Mme Ruyneau-Fontaine, actuellement propriétaire ; 15, 17, 19 et 21, d'après leurs titres, sont de même acabit bourgeoisie décrassée çà et là par ses noms de terres, qui nous paraissent maintenant de vieille noblesse !

Les n°s 25, 27, 29, 31 et 33 ont été signalés à M. Rousseau, notre éclaireur patient, comme ancienne succursale des chanoines du Saint-Sépulcre. Unanimité de traditions à cet égard, dans le quartier, maints rapports de construction confirmant l'origine commune sans contrevenir à l'opinion locale. Pour en trouver le démenti, il a fallu remonter dans les actes authentiques et en comparer la teneur au trop peu qu'ont dit sur le Petit-Sépulcre les vieux ouvrages sur Paris. L'emplacement de ces immeubles a dépendu, dans le principe, d'un terrain dit la Chasse-Royale, et le carrefour de la Croix-Rouge a d’abord porté le nom de carrefour de la Maladrerie, parce que des granges hospitalières y ont recueilli nombre de pauvres gens atteints du mal de Naples ; puis on a mis les Incurables en possession d'une portion des dépendances de la Maladrerie, L'administration des biens réunis des hospices, dont le siège était à l'Hôtel Dieu, a consenti emphytéose en1784 à Raveneau, carrossier de la cour, du 25, du 27, du 31 et du 33, en lui imposant l'érection d'un nouveau corps de bâtiment.

Mais l'industrie de luxe de Raveneau a tant souffert des tempêtes politiques qui ont substitué à la Croix-Rouge un bonnet de la même couleur, qu'il en a quitté le coin de la rue du Dragon, pour s'attacher, comme inspecteur des charrois, aux armées de la République. Quant au bail emphytéotique, il, a été converti en toute propriété. Dans ces conditions nouvelles ont, été adjugés le n° 27 à Lambert, marchand d'hommé le 23avril 1813 ; le n° 29 à Magin, gendre de Raveneau, 8 mai1812 ; et le n°33, le 4 juin 1813, ainsi que le n° 92 de la rue du Four. M. Magin, qui a rempli longtemps les fonctions de caissier de l'administration des Hospices, a acquis également, le 17 décembre 1813, la nue-propriété du n° 31, dont son beau-père ne l'avait fait qu'usufruitier.

On dit bien que vis-à-vis du 25 s'étala une propriété capitulaire du Saint-Sépulcre ; mais nous ne sommes pas tombé sur des documents qui confirmassent ou démentissent cette occupation primitive.

Le côté des numéros pairs compte encore des grandes portes. Voyez, par exemple, ce 34, ce 30, ce 18 et ce 16 ils n'ont pas attendu que le sellier d'en face, industriel du temps de Louis XVI, multipliât les voitures dans la rue, pour ouvrir grands leurs deux battants, qui semblent même avoir pris 1a mesure des carrosses du XVIIe siècle, plutôt que des vis-à-vis à la mode sous le règne de Louis XV.

Parmi les maisons plus modestes qui remontent à une époque assurément plus reculée, il en est une, répondant au chiffre 24, que signale pour enseigne une terre cuite de Bernard-Palissy Samson y est représenté terrassant le lion historique, dont la mâchoire servit d'épouvantail à une armée de Philistins. C'est maintenant un hôtel garni, avec une boutique honorant elle-même, à sa manière, la mémoire de ce protestant, savant et célèbre émailleur on y débite par choppes le vin des huguenots, ses coreligionnaires. Un escalier à quilles de bois conduit aux chambres et date sans doute du XVe siècle. L'écusson en poterie a pour légende : Au fort Samson ; puis une inscription toute moderne s'exprime ainsi : Ancienne demeure de Bernard de Palissy, 1575.

Cet homme de génie était déjà dans un âge avancé lorsque s'ouvrit, en 1575, son cours d'histoire naturelle et de physique dans la rue du Sépulcre ; il y forma, ou il y transféra le premier cabinet d'histoire naturelle qu'on vît à Paris. Né dans le Midi au commencement du siècle, il avait échappé à la Saint-Barthélemy, grâce au logement qu'il occupait au Louvre, atelier d'où étaient sorties tant de belles poteries, ses Figulines ! Mais, en dépit de sa renommée d'artiste, du mérite primesautier de ses écrits, du succès croissant de ses leçons, et quelles que fussent ses vertus, le maître se vit incarcéré par l'influence des ligueurs et mourut en prison dans sa 90me année, tout à la fin du règne de Henri III.

De bois tout de même étaient les garnitures d'un escalier, dans le fond du n° 20 ; mais une très jolie rampe de fer s'y substitua à mi-corps, du temps de Louis XIII.

Le 18 appartenait en 1686 à Jean Girard, architecte et intendant des bâtiments et jardins du duc d'Orléans ; frère unique du roi, puis en 1720, chi chef de la veuve de Girard, à son second mari, Philippe de Loménie, écuyer, porte-manteau du régent de France. Bien plus tard, le baron Boyer, chirurgien de l'empereur, laissa la plus vieille de ces deux maisons à sa fille, qui épousa M. Laplagne-Barris, président à la cour de cassation.

M. Lacave-Laplagne, qui eut depuis le portefeuille des finances, habitait lui même le n° 10, en 1823. Propriété dans laquelle M. Rousseau a remarqué une porte à grande envergure, des vignes grimpantes, qui égaient la cour, un ancien puits à si petit orifice que pas une porte ne saurait s'y noyer, enfin une ferrure du siècle de Louis XIV aux degrés encagés dans l'arrière-corps de logis, qui est évidemment l'aîné. En 1673 furent élevées des constructions sur le terrain des n°s 14, 12, 10 et 8, sis à Saint Germain des Près, disait encore l'acte d'alors, et que s'étaient partagé plusieurs cohéritiers. Au nombre de ceux-ci nous remarquons : Le Maistre, architecte et ingénieur du roi, qui n'a sans doute pas cru déroger en travaillant dans cette rue pour lui-même.

Que plus petit et plus vieux est le n° 2 ! Deux mansardes y font des cornes. L'ombre qui en bifurque dans la rue n'a pas manqué de protéger contée les ardeurs de l'été le vieillard Bernard-Palissy, dont la radieuse mémoire a garanti son logis, par exception, de cette obscurité croissante qui en a envahi bien d'autres et que nous tentons enfin de dissiper.
Un nuage reste qui nous cache l'emplacement de certain hôtel de Strasbourg, à porte cochère, adjugé le 27 mai l752 à Charles-Antoine Baroche, contrôleur des rentes de l'hôtel de Ville, qui demeurait rue Sainte-Marguerite et à qui son emplette donna, dans notre rue, Métayer et Vinet pour tenants.

Il nous en coûte davantage de ne pas faire sortir de son rang, pour lui donner la grand croix de notre ordre, la modeste demeure de Germain Brice, dont la Description de Paris nous est chère. Cet historiographe, qui vécut de 1653 à1727, porta le titre d'abbé et un habit violet, sans avoir reçu la tonsure, sans avoir fait vœu de chasteté, et pour vivre il donna des leçons d'histoire, de géographie et de blason, rue du Sépulcre. Ses livres rapportaient si peu qu'il y avait pour l'auteur nécessité d'en dédier à des princes allemands. D'ailleurs, il ne manque pas de chroniqueurs rétrospectifs qui soient morts, comme Germain Brice, dans un état voisin de la misère, malgré la protection que s'honoraient de leur accorder un roi, des princes, des édiles. Tous les riches ne sont pas curieux et tous les curieux ne sont pas riches. Sous quel régime, d'ailleurs, et dans quel siècle ne fait-il pas meilleur pour la gent porte-plume de louer les vivants que les morts ?

(Histoire de Paris rue par rue, maison par maison, Charles Lefeuve, 1875)

mercoledì 4 agosto 2010

BORGES-1

Se pensiamo ad un personaggio storico del passato, ad esempio Alessando il Macedone, e se pensiamo a un personaggio della letteratura come Macbeth, non pensiamo ad essi in modo distinto. Vale a dire, alla lunga, tutti gli esseri diventano memoria, non soltanto gli esseri in carne ed ossa, ma anche quelli della letteratura. Noi stessi, dopo la nostra morte, saremo tanto reali o irreali quanto lo sono i personaggi letterari.
E nel caso di persone famose, queste possono esserlo anche in vita, ovvero possono essere immaginati dagli altri. Non ci sono due modi diversi di immaginare un personaggio. Se io cerco di immaginare Giulio Cesare non me lo immagino in modo diverso da quello che utilizzo per immaginarmi, diciamo, Ulisse. Credo che siano ugualmente reali o ugualmente irreali per me. Credo che alla lunga ogni personaggio, ogni persona può arrivare ad essere parte della memoria degli uomini, ma Alondo Quijano non fa meno parte della memoria umana di Alessandro il Macedone. Il fatto che uno sia stato creato con le parole e l’altro sia esistito in carne ed ossa non presuppone una differenza. Ci immaginiamo entrambi in modo identico. Alla lunga tutto è memoria, tutto – potrei quasi dire – è favola; tutto è mitologia, tutto è romanzesco.

martedì 3 agosto 2010

CORRIDA: L'ANIMALE NON ESISTE...

Anche nella civile, civilissima Barcellona è stato deciso di proibire, a partire dal 2012, le corride. Che tristezza! In nome di un mai ben precisato "diritto degli animali", sono state spalancate le porte ad un'enorme follia che mescola, nella sensibilità contemporanea, l'ignoranza ad una già marcata dose di ignoranza. Grossolanamente, molto grossolanamente, si ritiene che l'Animale, con la A maiuscola e portavoce della "natura buona" (la Madre Natura) - sia la vittima designata che la società, con le sue leggi, deve proteggere contro l'Uomo che la vuole distruggere. l'Uomo portatore di "cattiva cultura".
In uno stesso sacco vengono così messi: la caccia, la vivisezione, l'allevamente industriale, la corrida...

Certo, nessun animale è una "cosa". Ma non tutti gli animali sono Animali. Esattametne come accade per gli uomini.
Non c'è un "Animale" vittima passiva e innocente. C'è una specie animale singolare le cui condizioni di vita e di morte devono rispettare la sua singolarità.

Ciò che la corrida ci insegna è l'attenzione ad un rapporto, ad una relazione: non ad un animale in generale, ma ad un toro in particolare.

L'ANIMALE NON ESISTE. Si tratta di un errore concettuale, un'illusione antropocentrica. Ci collochiamo di fronte a tutte le specie viventi, le battezziamo globalmente "animali" e ci autoproclamiamo "maestri", padroni e legislatori di una Natura di cui peraltro non faremmo parte.

Gli animalisti producono, di conseguenza, delle leggi morali per regolare la condotta umana (gli animali umani) che bisognerebbe tenere nei confronti degli altri animali (ma non tra loro stessi). Provate infatti a chiedere a un leone o a una mosca di non fare del male ad animali di altre specie...
L'animalista è l'antropocentrico per eccellenza. Peraltro incoerente, in quanto ritiene che l'uomo sia al contempo un animale come gli altri ed il contrario... La contraddizione fondamentale comunque resta la seguente: il voler estendere, in nome dell'unità della Natura, a tutti gli animali, dei diritti, tranne che agli uomini. Essi limitano solo all'uomo il dovere di rispettare tutti gli animali, indipendentemente dalla loro specie.

Non esiste l'animale. esistono un'infinità di specie.

Come regolare il comportamento nei confronti di queste altre specie?

Fin dall'antichità, gli uomini hanno elaborato sostanzialmente due grandi tipi di relazione nei confronti delle specie animali, dividendoli tra animali "domestici" (addomesticabili) e selvatici... è solo a partire da questo che sarebbe possibile cominciare a ragionare su uno dei rituali più straordinari e affascinanti della storia dell'umanità: la Corrida.

Ma per far questo bisognerebbe essere umani, appunto, non ritenersi Umani...

lunedì 19 luglio 2010

Tutti gli uomini sono bugiardi

Ecco le prime pagine dell’edizione originale dell’ultimo libro di Alberto Manguel, Tutti gli uomini sono bugiardi, appena tradotto in Italia da Feltrinelli



Apología

«¿Qué verdad es ésta que las montañas limitan y
que resulta mentira en el mundo que más allá de
ellas se extiende?»
Michel de Montaigne,
Apología de Raymond Sebond


Pero justamente a mí, venir a hablarme de Alejandro Bevilacqua. Mi querido Terradillos, ¿qué le puedo decir yo de ese personaje que cruzó mi vida hace ya treinta años? Si apenas lo conocí, o si lo conocí, lo conocí superficialmente. O más bien, para serle sincero, no quise conocerlo de veras. Es decir, lo conocí bien, ahora se lo confieso, pero de una manera distraída, a regañadientes. Nuestra relación (por llamarla de algún modo) tenía algo de cortesía oficial, de esa nostalgia compartida y convencional de los expatriados. No sé si me entiende. Nos juntó el destino, como quien dice, y si me obliga a jurar, la mano sobre el corazón, si éramos amigos, yo me vería obligado a confesarle que no teníamos nada en común, excepto las palabras República Argentina grabadas en letras de oro sobre nuestros pasaportes.

¿Es la muerte de ese hombre la que lo atrae a usted, Terradillos? ¿Es la visión, esa que sigue alimentando mis pesadillas a pesar de no haberla visto yo con mis propios ojos, de Bevilacqua tendido sobre la acera, el cráneo destrozado, la sangre corriendo calle abajo hasta la alcantarilla, como queriendo huir del cuerpo inerte, como si no quisiese ser parte de ese abominable crimen, de ese final tan injusto, tan inesperado? ¿Eso busca?

Permítame dudarlo. No un periodista enamorado de la vida, como es usted. No un hombre de terreno, como yo lo definiría. Usted, Terradillos, no es un corredor de necrológicas. Al contrario. Usted, indagador del mundo, quiere conocer los hechos vitales. Usted quiere narrarlos para sus lectores, para esos pocos interesados en un artífice como Bevilacqua cuyas raíces hurgaron alguna vez la región de Poitou-Charentes. Que es la también la suya, Terradillos, no lo olvidemos. Usted quiere que esos lectores conozcan la verdad, concepto peligroso si alguna vez lo hubo. Usted quiere redimir a Bevilacqua en su tumba. Usted quiere darle a Bevilacqua una nueva biografía armada de pormenores basados en recuerdos reconstruidos con palabras. Y todo eso por la paupérrima razón de que la madre de Bevilacqua nació en el mismo rincón del mundo que usted. ¡Vana empresa, amigo mío! ¿Sabe lo que le recomiendo? Que se dedique a otros personajes, a héroes más coloridos, a celebridades más llamativas de las cuales el Poitou-Charentes puede enorgullecerse de veras, como ese mariconcito heterosexual, el oficial de marina Pierre Loti, o ese mimado de las universidades yanquis, el calvo Michel Foucault. Éste es mi consejo. Usted, Terradillos, sabe redactar sabias crónicas; se lo digo yo, que de esas cosas conozco. No pierda su tiempo con nebulosidades, con los confusos recuerdos de un viejo rezongón.

Y vuelvo a preguntarle: ¿por qué yo?

Vamos a ver. Mi lugar de nacimiento fue una de las tantas escalas del prolongado éxodo de una familia judía de las estepas asiáticas a las estepas sudamericanas; los Bevilacqua, en cambio, llegaron derechito de Bérgamo a lo que fue a llamarse Provincia de Santa Fe a fines del siglo dieciocho. En la lejana colonia, esos antepasados italianos y aventureros instalaron un matadero; para conmemorar la sangrienta hazaña, en 1923 el alcalde de Venado Tuerto le dio el nombre de Bevilacqua a una de las callecitas menos burguesas de la zona oriental. Bevilacqua père conoció a la que sería su mujer, Marieta Guittón, en una parrillada patriótica; a los pocos meses se casaron. Cuando Alejandro cumplió un año, sus padres fallecieron en el desastre ferroviario de 1939, y la abuela paterna decidió llevarse al niño a la capital de la República. Allí, en el barrio de Belgrano, abrió un negocio de delicatessen. Bevilacqua (quien, como usted sabrá, tenía la enojosa virtud de ser escrupuloso en los detalles) me explicó que no siempre la familia se había ocupado de tripas y fiambres, y que hacía siglos, allá en Italia, algún Bevilacqua había sido cirujano en la corte de cierto cardenal u obispo. Orgullosa de aquellas vagas y distinguidas raíces, la señora Bevilacqua (que prefirió siempre ignorar las ramas hugonotes de la familia Guittón) era lo que llamábamos en mi juventud una chupacirios, y creo que, hasta el infarto que la dejó inválida, no faltó a la misa un solo día de su septuagenaria vida.

Usted, amigo Terradillos, piensa que yo puedo pintarle un retrato de Bevilacqua sentido, febril, fidedigno, que usted volcará en la página con tales calidades, inventándole además algún brochazo de color poitevino. Pero justamente, eso es lo que no puedo hacer. Sí, Bevilacqua se confiaba a mí, me revelaba los detalles más personales de su vida, me llenaba la cabeza de nimiedades íntimas, pero la verdad sea dicha, yo nunca entendí por qué Bevilacqua me contaba todas estas cosas. Le aseguro que yo no hacía nada para alentarlo. Al contrario. Pero quizás porque imaginaba en mí, su conciudadano, una solicitud inexistente, o porque había decidido tildar mi obvia falta de afecto de sobriedad sentimental, lo cierto es que se me aparecía en casa a cada momento del día y de la noche, sin parecer notar que el trabajo me apremiaba, y que yo necesitaba ganarme la vida, y se ponía a hablarme del pasado como si el flujo de palabras, de sus palabras, le recreara una realidad que sabía o sentía, a pesar de todo, irremediablemente perdida. Inútil para mí tratar de convencerlo de que yo no era un exilado; que con diez años menos que él me había ido de Argentina casi adolescente y con ganas de viajar; que, después de echar tímidas raíces en Poitiers, me había instalado por un tiempito en Madrid para escribir tranquilo, a pesar de ese obligado resentimiento que sienten los argentinos hacia la capital de la Madre Patria, sin por lo tanto resignarme al cliché de vivir en San Sebastián o Barcelona.

No tome a mal mis comentarios: Bevilacqua no era uno de esos maleducados que se le sientan en el canapé y después usted no los despega ni con benzina. Al contrario. Era una de esas personas que parecen incapaces de la menor grosería, y era esa misma calidad que hacía que fuese tan difícil decirle que se fuera. Bevilacqua tenía una especie de gracia natural, una elegancia sencilla, una presencia anónima. Flaco y alto como era, se movía lentamente, como una jirafa. Su voz era a la vez ronca y tranquilizadora. Sus ojos encapuchados, latinos diría yo, le daban un aspecto somnoliento, y lo fijaban a uno de tal manera que era imposible mirar para otro lado cuando él hablaba. Y cuando extendía sus dedos finos, amarillos de nicotina, para prenderse a la manga de su interlocutor, uno se dejaba prender, sabiendo que toda resistencia era inútil. Sólo al momento de despedirse, yo me daba cuenta que me había hecho perder la tarde entera.

Quizás una de las razones por las que Bevilacqua se hallaba tan a gusto en España, y sobre todo en esos años todavía grises, era que su imaginación parecía siempre aferrarse a la realidad no concreta sino aparente. En España, no sé si usted estará de acuerdo, todo quiere rendirse a la evidencia: a cada edificio le ponen un cartelito, a cada monumento su etiqueta. Claro que los auténticos conocedores saben que una ciudad-aldea como Madrid es otra cosa, oculta, embozada; que las etiquetas son falsas y que lo que ven los turistas no es sino una mise-en-scène. Pero por alguna extraña razón las sombras que sus ojos le revelaban tenían para él una virtud mayor que la de su memoria o sus sueños, y aunque había sufrido, década tras década, las falsificaciones de la política y los embustes de la prensa en nuestra tierra natal, creía con sorprendente fe en las falsificaciones de la prensa y los embustes de la política de su tierra adoptada, arguyendo que aquéllas eran mentiras y éstos hechos veraces.

A ver si me entiende: Bevilacqua distinguía entre lo falso verdadero y lo verdadero falso, y lo primero le parecía más real. ¿Sabía usted que tenía pasión por los documentales, cuanto más áridos mejor? Antes de saber que estaba publicando una novela, yo nunca hubiera sospechado que tuviese talento para escribir una ficción, ya que era la única persona que yo conocía capaz de pasarse toda una noche viendo una de esas películas que cuentan la vida en un frigorífico asturiano o un sanatorio algamiteño.

Ahora no vaya a pensar que yo no le tenía aprecio. Bevilacqua era —usemos el mot juste— un tipo sincero. Si le daba su palabra, uno se sentía obligado a creerle, y nunca se le ocurría a uno que su gesto fuese vacío o convencional. Tenía la forma de ser de ciertos hombres que yo veía de chico en Buenos Aires, vestidos de traje cruzado, delgados como fideos, el pelo negro engominado bajo el sombrero del shabat, que los viernes por la mañana saludaban a mi madre camino del mercado; hombres (según mi madre, que de eso sabía) de lenguas tan limpias que uno podía saber si una moneda era o no de plata colocándosela en la boca: si era falsa, se volvía negra al mero contacto con su saliva. Yo pienso que mi madre, siempre tan severa en sus juicios, hubiera echado una mirada a Bevilacqua y lo hubiese declarado un Mensch. Es que tenía algo de caballero de provincia, Alejandro Bevilacqua, una cierta calma y falta de curiosidad que hacía que uno moderase los chistes en su presencia y tratase de ser lo más exacto posible en las anécdotas. No es que le faltase imaginación al hombre, pero no tenía talento para la fantasía. Como Santo Tomás Apóstol, insistía en toquetear una aparición antes de creer en ella.

Por eso me quedé tan sorprendido la noche en la que se me apareció en casa y me dijo que había visto un fantasma.

Vamos a ver. Las innumerables mañanas, tardes y noches que pasé oyendo a Bevilacqua entonar áridos pasajes de su vida, viéndolo fumar cigarrillo tras cigarrillo jabalonados entre dos largos dedos color ámbar, viéndolo cruzar y descruzar las piernas para de pronto ponerse en pie y dar grandes zancadas por mi habitación, se convierten en mi memoria en un solo y monstruoso día habitado exclusivamente por este hombre escuálido y gris. Mi memoria, cada día más dada al lapsus, es a la vez precisa e imprecisa. Quiero decir que no consiste en un tejido de nítidos recuerdos, sino en un amontonamiento de muchos recuerdos minuciosamente confusos, contaminados, diría yo, de literatura. Creo recordar a Bevilacqua, y pienso en retratos de Camus, de Boris Vian...

Yo ahora comparto con aquel Bevilacqua, si no la escualidez, ciertamente el tono grisáceo. Por lo demás, yo, inconcebiblemente, he envejecido, tengo panza; él, en cambio, sigue teniendo la edad de cuando lo conocí, que hoy en día tildamos aún de joven y que por entonces llamábamos madurez. Yo he proseguido, como quien dice, la lectura de aquella narración que iniciamos juntos, o que inició Bevilacqua en una Argentina que ya no es nuestra. Yo conozco los capítulos que siguieron a su muerte (iba a decir «desaparición» pero esa palabra, amigo Terradillos, nos está prohibida). Él, por supuesto, no. Quiero decir que su historia, esa que tejió y destejió tantas veces, es ahora mía. Soy yo quien decidiré su suerte, soy yo quien daré sentido a su itinerario. Ésa es la misión del sobreviviente: contar, recrear, inventar, por qué no, la historia ajena. Tome cualquier cantidad de hechos en la vida de un hombre, distribúyalos a su gusto y placer, y allí tiene usted un cierto personaje, de una verosimilitud incontestable. Distribúyalos de una manera una pizca diferente, y ¡caramba! El personaje ha cambiado, es otro, pero igualmente verdadero. Todo lo que puedo decirle es que pondré el mismo cuidado en relatarle la vida de Alejandro Bevilacqua que desearía yo que pusiese mi narrador, cuando llegue el momento, en relatar la mía.

Porque no se trata aquí de hacerle un autorretrato. No es Alberto Manguel quien a usted le interesa. Y sin embargo, una breve incursión en este brazo tributario será necesaria para poder luego navegar con más atino el río padre. Le prometo que no me demoraré en mis riberas ni arrastraré una barredera por mis fondos. Pero necesito explicarle ciertos hechos compartidos y para eso, algún aparte será inevitable.

domenica 18 luglio 2010

Stranezze di una ragazza...

Singolaridades duma rapariga loira

Nel 1873, in una raccolta di scritti di autori diversi, appare una novella assai singolare, Singolaridades duma rapariga loira. L’autore, José Maria Eca de Queiroz, già noto per le sue stravaganze, era già partito da qualche mese per l’Avana. I lisbonesi non vedevano più la sua alta figura, il suo viso di un pallore ulivigno, pallore accentuato dalla nerezza dei capelli, dei baffi vigoreggianti sotto il grosso naso aquilino, degli occhi un po’ velati, in cui s’incarnava – inevitabilmente – il monocolo.
Sempre irreprensibile nella lunga rendigote e nel ben lisciato cappello a cilindro, quell’arbiter elegantiarum del Chiado e della Baixa – gli aristocratici quartieri di Lisbona – che poteva passare agli occhi degli inesperti per un eroe di salotto, celava sotto l’apparenza mondana un’anima d’artista, irrequieta combattiva.
Non invano egli aveva respirato per quasi sei anni l’ardente atmosfera di Coimbra, la città da cui erano partite le prime avvisaglie dell’insurrezione antiromantica in nome del realismo; non invano era appartenuto all’animosa generazione studentesca che, dal 1861 al 1866 aveva dichiarato una guerra senza quartiere alla routine, al dispotismo, al formalismo accademico, ad ogni tradizionalismo nell’Arte, nel Pensiero, nella Politica. Ma il suo spirito raccolto e meditativo l’aveva tenuto tuttavia lontano dalle orge verbali e dalle tumultuose dimostrazioni con cui la più o meno studiosa gioventù atterriva i pacifici cittadini della città di Mondego.
Le “Singularidades” costituiscono il preludio all’ampia, possente sinfonia in cui si andrà sviluppando il Realismo di Eca de Queiroz, rappresentato principalmente da quattro romanzi: O crime do Padre Amaro (1875 e 1880), O Primo Bazilio (1878), A Reliquia (1887), A Illustre Casa de Ramires (1879).
L’humble vérité. Il motto premesso dal Maupassant al suo romanzo Une vie, potrebbe fregiare le “Stranezze”, di carattere così nettamente antiromantico. Come è “poco eroico” il suo eroe! Non è né un poeta né un artista, od almeno un conte: è un povero, timido impiegato di commercio la cui vita si svolge monotona e grigia. La sua è una storia d’amore, ma il dramma, quasi silenioso, che la conclude, non è un dramma propriamente d’amore: non è il solito abbandono, il solito tradimento, la solita incomprensione. De Queiroz ci riferisce questa storia pacatamente, obbiettivamente, ma così, com’è, nella sua nudità, nel suo pudore narrativo e verbale, essa genera in noi un’emozione ancor più intima e tenace.

sabato 17 luglio 2010

Il prezzo del linguaggio

Tutte le specie viventi più evolute, prima o poi, si estinguono. Le civiltà intelligenti, hanno una durata limitata. Il progresso di una specie si misura sempre a posteriori: nel senso che di solito lo misura qualcun altro. Dopo che la specie si è estinta.
Se questo è vero (e sarebbe davvero difficile negarlo), agli studiosi non resta che il compito, affatto agevole, di cercare i motivi, le ragioni di ciò. La ricerca del colpevole, insomma.
Una brillante soluzione, sulla base di originali e pregevoli indizi, nonché sulla base di seri studi, la propongono Alessandra Falzone e Antonino Pennisi, in un bel libro dal titolo “Il prezzo del linguaggio. Evoluzione ed estinzione delle scienze cognitive” (Il Mulino).
Il colpevole sarebbe appunto IL LINGUAGGIO. E più precisamente il linguaggio ARTICOLATO. Il linguaggio però inteso per quello che è: “una funzione cognitiva profonda, quel filo di ragnatela con il quale abbiamo intessuto attorno a noi una nicchia ecologica simbolica alla quale ora dobbiamo adattarci, il bozzolo oltre il quale non si intravede alcuna farfalla. Più ci divincoliamo, più ci imbriglia. Cosicché inevitabilmente, come per una sindrome di Stoccolma evoluzionistica, l’uomo si sarebbe innamorato del proprio carceriere.
Il colpo di scena, infatti, è che proprio questa centralità innegabile del dispositivo linguistico sarà fatale a noi animali aristotelici. Non c’è via di fuga, perché ciò che maggiormente ci ha reso umani è anche ciò che beffardamente ci avvicina alla fine” (Telmo Pievani, nell’Introduzione).
Anche se, probabilmente, all’interno della complessa trama del lavoro non mi sembra si dedichi la sufficiente e necessaria importanza al ruolo così fondamentale di un altro genere di linguaggio umano specifico, ovvero quello strettamente connesso all’emergere e alla diffusione dell’autoconsaspevolezza (dunque il linguaggio autoriflessivo), il libro appare assolutamente da leggere e studiare.

venerdì 9 luglio 2010

Scrivere non è reato (Juan Rodolfo Wilcock)

Solitario e seducente. Disincantato e ammaliante. Appassionato e snob. Un’armonia degli opposti fa l’appeal del poeta italo-argentino Juan Rodolfo Wilcock, che nacque nel 1919 a Buenos Aires e morì nel 1978 a Landriano (Viterbo) dove visse da cittadino elettivo del Belpaese e figlio adottivo della lingua italiana. Gli avrà fatto gioco, nel comporre in amalgama tanta eterogeneità, la varietà delle esperienze da cui proveniva: la formazione giovanile da ingegnere che in madrepatria sovrintese alle ferrovie transandine; la vocazione precoce di traduttore che, nella madrelingua spagnola, riscrisse le opere di Marlowe, Aubrey, Joyce; la vicinanza della «luminosa trinità», Borges, Bioy Casares e Silvina Ocampo, dai quali aveva imparato l’ozio pensoso, l’intelligenza attiva, la stranezza dell’universo.

Accompagnato da quei tre numi tutelari approdò in Italia nel 1951, e si persuase poi a restarvi: sedotto dalla lingua di Dante che aveva scelto come proprio idioma e riconosciuto come codice della poesia tout-court. Oltre all’amore per il verso, furono la curiosità per le scienze e la passione per la filosofia di Wittgenstein, coltivati come antidoti alle certezze della ragione, a formare la sua «eccentrica saggezza», il suo «sottofondo di felicità» - scrisse il suo editore Roberto Calasso - e a consolidare il suo spirito critico e il suo temperamento ruvido, scostante, charmant.

Era «sprezzante» per talento di «sprezzatura», la virtù inventata da Baldassar Castiglione e celebrata da Cristina Campo, dice di lui Edoardo Camurri curatore degli scritti che Wilcock pubblicò sulla stampa italiana negli anni 60 e 70, raccolti nel libricino Adelphi Il reato di scrivere.

Su quotidiani e periodici - Il Mondo di Pannunzio, Tempo presente di Chiaromonte, La voce repubblicana - Wilcock scrisse di caste intellettuali, conventicole accademiche, scuderie editoriali. Delle «confraternite» dei letterati, del «racket dei premi letterari»: così definiti, più che con risentita intenzione di denuncia, con l’innocenza stralunata di chi nota la nudità dei potenti. Scriveva dell’onestà scoraggiata nei giovani artisti e delle prevaricazioni esercitate dai loro (re)censori. Della tirannia della cultura al potere e del suo asservimento alle «aspirazioni più bestiali» dei sudditi. Delle mistificazioni dei letterati, dell’arrivismo degli scrittori. E poi del perbenismo culturale, della smania distruttiva di stroncare, di egotismo permaloso spacciato per originalità e di valutazioni omertose distribuite con l’etichetta del «buon gusto». Per risollevare lo spirito e alzare lo sguardo scriveva del «suo» Dante. Ovvero di poesia: della quale Wilcock - «poeta di cultura europea», disse di sé, e autore, oltre che di giornalistici pezzi di bravura, di varie raccolte di versi - proclamò l’esaurimento e la morte. Salvo annunciarne la rinascita nelle forme e nei ritmi della prosa italiana.

I promotori di un’inchiesta mi hanno domandato: «Che cosa significa per Lei, oggi, Dante?». Poiché Dante fu il poeta massimo della letteratura europea, per me è come se mi domandassero: «Che cosa significa per Lei, oggi, la poesia?». Ciò non mi provoca il fastidio che mi provocano certe inchieste, da critici-portinai, come per esempio: «1. Che pensa Lei del romanzo sovietico contemporaneo? 2. Che pensa Lei del nouveau roman?». E così via. Perché il romanzo sovietico contemporaneo e il nouveau roman mi riguardano quanto la temperatura minima dell’altro ieri a Manila; invece la domanda su Dante, cioè sulla poesia, non solo mi riguarda, ma mi coinvolge.

Allo stesso modo coinvolge migliaia di persone che scrivono o hanno scritto poesie, che si occupano o si sono occupate di poesia. Non è una domanda locale, italiana: è una domanda intorno a una grande cosa finita, compiuta, senza seguito: la poesia in Europa, nelle due Americhe e in tutte quelle parti del mondo che si servono delle lingue europee. Non si tratta di Leopardi o di Torquato Tasso, si tratta del miglior poeta che ebbero le nostre lingue. Ossia il più grosso produttore di un prodotto che non si produce più. La domanda interessa quasi tutti noi, perché fino a poco tempo fa quasi tutti noi partecipavamo, sia pure come consumatori, a questa produzione, o al suo simulacro, e l’abbiamo vista scomparire sotto i nostri occhi. Scomparire come mestiere per diventare vizio. [...] Il mestiere consisteva nello scrivere «Dolce color d’oriental zaffiro» e consegnare al linguaggio quest’alba nuova e memorabile; il vizio sta nello scrivere di nuovo «Dolce color d’oriental zaffiro» e infilarcelo nel taschino, o legarlo alla coda del gatto; perché, dove altro possiamo metterlo? Dante si serviva della poesia per attestare la sua convinzione, gloriosa ma scaduta, che non siamo nati per vivere come bruti. Scaduta, dico: adesso sappiamo, o sospettiamo, di essere nati per vivere come bruti. [...]

Vorrei però che tutto questo fosse un’ipotesi sbagliata (non si può essere pessimisti e desiderare inoltre di aver ragione). Ho parlato finora a nome dei letterati; ho considerato l’insieme enorme di prodotti poetici di questo ciclo concluso e l’impossibilità, per loro, di aggiungerci qualcosa: non perché non lo sappiano fare, bensì per la mancanza sia di movente che di scopo nel farlo. [...]

Credo che «quell’insieme enorme di prodotti poetici» sta a condizionare ancora le nostre possibilità di espressione, ossia di pensiero, e che ciò non sia sempre un bene. Quante volte non vediamo la realtà attraverso un verso che, pur esprimendo un pensiero questionabile, riesce magicamente a presentarsi come pensiero delicato. I più ovvi, anche se i più rozzi esempi, sono i proverbi in versi, feccia dell’insipienza, eppure magicamente accettati: «Moglie e buoi [...] dei paesi tuoi», «Tra moglie e marito [...] non mettere il dito», o peggio ancora: «Al contadino non far sapere [...] quant’è buono il cacio con le pere».

Sul piano più dignitoso possibile, lo stesso vale purtroppo per la Divina Commedia. Fin dall’inizio: «Nel mezzo del cammin di nostra vita»; e subito tutti a supporre che la vita sia un cammino, senza alcun motivo. E una volta storta la mente in quella direzione, e con tanta forza - con tanta forza, soprattutto -, nessuno la raddrizza più. Un altro grande poeta scrive che «la vita è sogno», dunque bisogna credere che la vita sia un cammino e un sogno contemporaneamente; è strano che ciò non comporti per noi alcuna difficoltà. «Quell’insieme enorme di prodotti poetici» è un gran dono e un gran pericolo. [...]

Il pericolo peggiore (ma perché pericolo? Semplicemente prospettiva) è questo: che una miliardaria proliferazione di esseri umani, come dice Morante: «soprannumerari conciati, televisati e lustrati per la bomba atomica», estenda il nominalismo delle ideologie puerili a oggetti sempre più complessi, fino a mummificarli e convertirli in puri nomi, semmai connessi a piccoli riti: «San Marco», un posto dove si entra e dopo un quarto d’ora si esce; «Golfo di Napoli», golfo bello da guardare; «Debussy», musica che faceva la borghesia mentre decadeva; «Cechov», attività dei teatri sovvenzionati; «Shakespeare», varietà di dialoghi e vestiti del Seicento con delitti; «Picasso», disegni storti per appartamenti; «Tiziano», quadri per musei; «Leonardo», «Michelangelo» e «Raffaello», navi e geni; «Dante», poeta nazionale. E una volta svuotati di ogni senso, al contrario del Geova ebraico, di loro non sia permesso dire o sapere altro che il nome.

mercoledì 7 luglio 2010

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy solo y escribo. No, no estoy solo. Hay alguien aquí que tiembla.

mercoledì 30 giugno 2010

Javier Marias

Ciò che si ricorda di una esistenza finisce con acquisire, con il trascorrere del tempo - proprio per il fatto di essere ricordato - un carattere narrativo , e finisce per essere visto, a seconda dei casi, come un film, un romanzo o un racconto

lunedì 28 giugno 2010

IRIS o della dimenticanza

Un film bello e commovente come Iris – il cui argomento fondamentale è la perdita della memoria: la malattia dell’Alzheimer – offre agli spettatori un titolo che suggerisce esattamente il contrario di ciò che viene rappresentato nel dramma: “ricordi incancellabili”, mentre invece ciò di cui parla la trama è di come i ricordi si cancellino.
Non si sa molto bene se nel passato già esisteva la malattia o se l’alzheimer – elevandosi l’età collegata alle aspettative di vita – si riferisce ad una patologia più grave e più complessa di quella che prima veniva riconosciuta come “demenza senile”.
In Iris – film diretto da Richard Eyre e interpretato da Judi Dench, Jim Broadbent e Kate Winslet – vengono narrati gli ultimi momenti della scrittrice irlandese Iris Murdoch, morta l’otto febbraio del 1999, all’età di 79 anni. Si tratta dello stesso tema ricostruito dal documentarista Richard Dindo ne La malattia della memoria, un reportage realizzato a Nyon, vicino Ginevra, attraverso interviste a dei malati ed ai loro familiari.
La sceneggiatura del film prende chiaramente spunto dal libro Elegia a Iris, scritto dal critico e romanziere John Bayley, marito di Iris Murdoch per circa quarant’anni. Quando avverte i primi sintomi, egli annota sul suo quaderno: “Questa nebbia insidiosa, appena percepibile fin quando tutto ciò che c’è intorno a te scompare del tutto. Dopo, già non sarà possibile credere che esisteva un mondo al di là di questa nebbia”.
La narrazione si sviluppa dividendosi in due tempi paralleli: quello della giovinezza, interpretata da Kate Winslet, e quella della maturità e dei grandi momenti di lucidità, di cui si fa carico l’interpretazione di Judi Dench.
Nella presentazione dei primi minuti, Iris Murdoch appare come la grande scrittrice e filosofa nei suoi momenti migliori, mentre parla ad una conferenza sul valore dell’educazione, sostenendo che per quanto sia vero che l’educazione non comporti la felicità, essa comunque ci consente, in cambio, di renderci conto di quanto siamo felici. Solo poche frasi, quelle concesse dal linguaggio cinematografico per non disperdersi troppo in idee astratte, sono sufficienti per rendere l’idea della grandezza del personaggio, vincitrice del premio Booker nel 1978.
Bayley cerca di mostrare nel suo bel libro l’improvviso svanire della sua compagna (egli aveva cominciato a scriverlo mano a mano che la malattia avanzava, pubblicandolo verso la fine del 1998, due mesi prima della sua morte) e lo spegnimento della sua memoria condivisa. Già verso il 1994 compaiono alcuni segnali: “non riesco a ricordare chi sia e neanche cosa faccia” dice Iris a proposito del suo personaggio in Jackson’s Dilema. Le accade qualcosa di simile a ciò che era capitato allo storico nordamericano William Manchester: perse la capacità di stabilire connessioni.
“È molto piacevole stare seduto sul letto con Iris addormentata al mio fianco, russando dolcemente. Quando sopraggiunge il sonno ho la sensazione di poter volare in aria a faccia in giù e di poter osservare tutta l’immondizia della casa e delle nostre vite – tanto nel bene come nel male – contemplando come essa affondi lentamente nelle acque oscure fino a scomparire nelle profondità”.
Nel caso di una scrittrice come Iris Murdoch bisogna immaginare che la perdita di speranze diventi ansia o panico più che in altri casi. Perché in uno scrittore la memoria rappresenta una sedimentazione dell’esperienza che dovrà poi trasformarsi in parole narrative: costituisce il meccanismo stesso dell’invenzione letteraria e dell’immaginazione.
“Mi piace questa idea della memoria come macerazione dell’esperienza”, dice Luis Matteo Dìez, “e una delle frasi più plastiche e significative che ho ascoltato nella mia vita proviene da Antonio Lobo Antunes: che l’immaginazione non è altro che la memoria fermentata. La memoria del narratore è il deposito che meglio contiene gli elementi letterari della sua esperienza, questo humus che salva dall’oblio ciò che merita di perpetuarsi nella scrittura mentre si macera”.
John Bayley sentiva, mentre scriveva il suo libro, che una gran parte della sua vita stava entrando in una dimensione senza ritorno. Anch’egli sospettava in se stesso una leggera perdita della memoria, mentre stava restando solo, “incatenato ad una cadavere molto amato”, secondo quanto gli andava dicendo qualcuno.
Ciò che cambia è la percezione del mondo: “uno ha bisogno di sentire che l’individualità della sua consorte non si è diluita nei sintomi comuni di un quadro clinico”.
Come quando certi malati di AIDS vedono compromesso il loro quadro neuronale, anche nelle vittime dell’Alzheimer uno sente che prima muore la persona eppoi il corpo. C’è un momento in cui l’essere amato già non c’è più. Nessuno risponde. Non ci riconosce. Nessun essere riconoscibile abita più quel corpo senza memoria perché ciò che alla fine si è dispersa è la sua identità personale. Il suo Io. Il suo essere per gli altri e per sé stesso.

domenica 27 giugno 2010

Letteratura e Memoria: Proust, Nabokov, Welty...

Tesi senza prove, il saggio letterario propone, suggerisce, insinua; aspira alla persuasione affidandosi alle linee guida consigliate dalla retorica, nel suo versante più creativo: l’argomentazione.
Chiedersi qual è il ruolo della memoria nell’invenzione letteraria – nel processo creativo della letteratura – presupporrebbe comprendere come, in ogni essere umano, e non solo in uno scrittore, il passato influenzi il presente non meno di come il presente influenzi il passato, nel gioco di una doppia prospettiva. Tanto nell’autobiografia come nel racconto, la memoria rappresenta il rovescio della trama, il lato oscuro della luna. Già nel 1932 l’inglese Frederick Bartlett, in un’analisi su L'immaginazione in Shakespeare, in largo anticipo sugli attuali studi neurobiologici, aveva intravisto come il movimento perpetuo della memoria presupponesse una ricostruzione immaginativa del materiale ricordato.
Marcel Proust aveva intuito che nel processo del ricordo viene sempre incorporato un fattore aggiunto alla cosa reale, all’esperienza resuscitata attraverso l’immaginazione, come se la memoria giocasse il ruolo di colei che inventa un’altra “realtà”, apparente o immaginata, che si adatta a qualunque istante del passato. In questa trasfigurazione riveste un ruolo significativo la componente emotiva, in quanto né la coscienza né la memoria rivivono senza le tinte che le fornisce l’emozione.
“C’è una grande differenza tra la vera impressione che abbiamo avuto di una cosa e l’impressione fittizia che ci procuriamo quando tentiamo volontariamente di rappresentarcela”, dice Marcel il narratore alla fine de Il tempo ritrovato. Non è la memoria ricercata intenzionalmente, con gli strumenti dell’intelligenza, ma è la memoria involontaria l’unica che ci lascia godere della stessa sensazione in una circostanza totalmente diversa: “La liberano da ogni contingenza, ci trasmette l’essenza extratemporale, quella che costituisce precisamente il contenuto dello stile elevato, di quella verità generale e necessaria che solo l’innalzamento dello stile è capace di riflettere”.
La memoria volontaria (una memoria dell’intelligenza e degli occhi) non ci restituisce il passato ma volti sprovvisti di verità.
Ma se un odore, un sapore recuperati in una circostanza completamente diversa, risveglia in noi, indipendentemente dalla nostra volontà, il passato, allora notiamo quanto tale passato era diverso da ciò che noi credevamo di ricordare, passato che la nostra memoria volontaria dipingeva con colori privi di verità.
Così per Proust è solo dai ricordi involontari che un artista dovrebbe estrarre la materia prima della sua opera.
In primo luogo, proprio perché sono involontari – perché si formano da sé, attratti dalla somiglianza di un minuto identico – questi ricordi “sono gli unici che possiedono un’impronta di autenticità. Inoltre essi ci restituiscono le cose dosando adeguatamente le quantità necessarie di memoria e di oblio.”
Ciò che colpisce Vladimir Nabokov è l’uso che la memoria fa di certe armonie quando essa, la memoria, dispiega le erratiche tonalità del passato.
Così come Proust, Nabokov e altri, si potrebbe pensare alla musica come a una metafora della capacità che la memoria ha di raggruppare, a partire dal flusso del tempo, qualunque possibile quantità di immagini e fatti che, per quanto triviali, nascondono una tonalità emotiva tale da renderle in qualche modo connesse tra loro.
La memoria, dice Patricia Hampl, deve essere trascritta in quanto ognuno di noi deve mantenere una sua propria versione creata del passato: “Creata: vale a dire reale, tangibile, fatta della materia di una vita vissuta in un luogo concreto e nella storia”.
A Toni Morrison la memoria è servita nella creazione della sua opera romanzesca in quanto essa “accende un processo di invenzione” e perché lei, Toni Morrison, non poteva attendere che la sociologia o la letteratura di altri autori la conducessero verso la conoscenza della verità delle sue stesse fonti culturali.
In Eudora Welty l’esperienza della memoria ha altre matrici:
“Ogni qual volta scopriamo qualcosa, ricordiamo. Ricordando, scopriamo. E questo lo sperimentiamo con maggior intensità quando i nostri viaggi interiori convergono…
In questi punti di convergenza la nostra esperienza esistenziale rappresenta uno dei territori più drammatici in cui vive la fiction…
E la maggior convergenza di tutte è quella che rende possibile l’esistenza della memoria umana e individuale…
La memoria che io possiedo è il mio tesoro più prezioso, tanto nella mia vita come nella mia opera di scrittrice…
Qui, anche il tempo è oggetto di una convergenza…
La memoria è qualcosa di vivo, qualcosa che si trova in transito. E mentre sura il suo istante, tutto ciò che si ricorda si unisce e vive: ciò che è vecchio e ciò che è nuovo, il passato e il presente, i vivi e i morti.”

sabato 26 giugno 2010

Don Chisciotte

Il tema principale del Don Chisciotte è la letteratura stessa: la possibilità della mente umana di abitare due mondi allo stesso tempo e discernere tra i due. Miguel de Cervantes viene a dirci che viviamo in un continuo contatto con la finzione. Dobbiamo vivere – per sopravvivere – nella finzione. E un’esperienza della finzione non si trova solo nella letteratura ma anche e soprattutto nei sogni, nel potere, nella religione.
Se al nostro risveglio credessimo o prendessimo seriamente il sogno come qualcosa di realmente accaduto, diventeremmo pazzi. Un altro ambito in cui conviviamo con la finzione è il campo magnetico e simbolico che presuppone l’esperienza del potere. E per quanto concerne la religione non c’è alcun dubbio che si tratti in gran parte di letteratura, in quanto a suo sostegno esiste una storia o una catena di parabole narrative in cui appaiono innumerevoli personaggi o idee. Come ha detto Borges: la religione forma parte indissolubile della letteratura fantastica.
Non sembri strano, dunque, come mostra il romanzo di Cervantes, che tanto la memoria come la coscienza e la finzione ci consentono di stare nel mondo dei vivi per comprendere che il volto riflesso nello specchio non è quello di un altro personaggio ma semplicemente questo, un riflesso.
Sono già trascorsi più di quattrocento anni da quando è stato pubblicato il primo esemplare della prima parte del Don Chisciotte. Cervantes la scrisse durante l’anno in cui ne compiva 57, nel 1605, e non poteva immaginare allora che con quell’opera stava inventando il romanzo moderno. Il dato non è ozioso.
A 68 anni, dieci anni dopo il primo volume, nel 1615, Cervantes ha scritto e pubblicato la seconda e ultima parte del grande classico, quando i conquistatori spagnoli già si trovavano da 95 anni nella Nuova Spagna (Cervantes nasce nel 1547 ed è contemporaneo di Hernan Cortés). Ed è tale la libertà della sua inventiva che si è consentito ogni genere di digressione nell’ambito del “romanzo all’interno del romanzo.” Per questo nel Don Chisciotte ci sono già tutte le “innovazioni” sperimentate dal romanzo moderno nelle opere di Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner ed altri.
Alonso Quijano – il personaggio drogato di romanzi di cavalleria che si propone di rappresentare un altro personaggio, Amadis de Gaula, fingendosi pazzo – sfiorava appena i 50 anni. Ciononostante è difficile credere nella “follia” di un cavaliere dal discorso così coerente e saggio. Almeno dal punto di vista della neurofisiologia moderna.
Un esempio del fatto che il Cervantes autore e narratore del Chisciotte si muova su vari piani di realtà, emerge con chiarezza nei primi capitoli della seconda parte: il personaggio Alonso Quijano vestito da Don Chisciotte parla di uno scrittore, Miguel de Cervantes, che ha scritto un’opera intitolata El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Ne discute con Sancio, il quale ha anch’egli saputo del Quijote di Avellaneda, l’anonimo autore al quale era venuto in mente di scrivere una seconda parte prendendosi gioco di Cervantes, ed entrambi lo criticano senza pietà.
Con questo gioco di specchi, tra realtà e finzione, Cervantes è tipicamente un pirandelliano avant la lettre, ovvero stabilisce un incontro tra l’autore e i suoi personaggi.
La doppia personalità o la personalità divisa di Alonso Quijano/don Chisciotte lo porta a discutere con Sancio dell’esistenza stessa del romanzo, il don Chisciotte, e si lamentano con l’autore.
Non solo assistiamo alla trasformazione della creatura in personaggio, ma al dialogo stesso tra personaggi fittizi e il loro creatore, tema cruciale nell’opera pirandelliana. E per continuare a rimescolare le carte, per riprendere a giocare, quando don Chisciotte e Sancio giungono a Barcellona, finiscono per visitare una tipografia in cui si sta stampando il romanzo in cui entrambi vivono come personaggi.
Era veramente pazzo don Chisciotte? Forse lo era secondo la concezione della pazzia vigente in Spagna intorno al 1605, ma non certo secondo le definizioni cliniche elaborate dalla psichiatria del XX secolo. In Alonso Quijano (la creatura) e in don Chisciotte (il personaggio) non c’è uno sdoppiamento radicale. Don Alonso non rompe con la dimensione della realtà come fanno gli psicotici. Egli si mantiene sempre in contatto con la realtà e Sancio rappresenta il suo legame con essa. Si potrebbe forse dire che don Alonso Quijano stia giocando ad essere un altro, il cavaliere errante, e che egli finga la pazzia come l’Enrico IV di Luigi Pirandello. Che fa finta di essere pazzo per consegnarsi a quella fantasia alla quale aspirano tutti coloro che desiderano vivere altre vite. Alonso Quijano non ha paura dell’immaginazione, né della fantasia; al contrario, egli si rifugia in essa perché è cosciente del fatto che viviamo nel mondo della soggettività. Ognuno vede in questo mondo (soprattutto nella politica e nella religione) il film che meglio si adatta alle sue credenze.

venerdì 25 giugno 2010

Paul Auster

Di molte cose, ma soprattutto della creazione e della procreazione, tratta L’invenzione della solitudine, il romanzo-saggio-diario-memoriale di Paul Auster.
L'autore americano vede se stesso in questa solitudine inventata, immaginata, costruita, elaborata ma non per questo meno reale né meno creativa, come autore e come personaggio, nel suo ruolo di padre e nella sua condizione di figlio, mentre ordisce una dilatata meditazione sul linguaggio, la memoria, la scrittura, il doppio, ma soprattutto sulla paternità e la filiazione.
Se è vero che durante l’epoca d’oro di Jean-Paul Sartre si è parlato molto di un “romanzo esistenzialista”, il critico francese Michel Contant ritiene che L’invenzione della solitudine (pubblicata nel 1982) potrebbe molto bene essere considerato un “romanzo esistenzialista” in quanto riprende la riflessione sartreana che emerge dalla propria esperienza. Il fatto biografico come parte di un romanzo involontario, non scritto, viene assunto come materiale di finzione senza alcuna maschera, non come una filosofia ma come una sorta di compromesso con la verità che l’autore stabilisce con se stesso e in cui viene arrischiato qualcosa di più della sua reputazione letteraria. Si spoglia con tutte le conseguenze del caso; si avvale di una prima persona in cui l’Io è a volte il personaggio e a volte l’autore, fondendo in un solo tessuto la vita e la letteratura.
Oltre a fissare attraverso la scrittura una posizione di fronte al mondo, come voleva Sartre, e di mettere in relazione la comparsa e i flussi intermittenti della memoria con il processo creativo e l’operazione della scrittura, l’autore-narratore de L’invenzione della solitudine comincia non accettando il fatto che suo padre sia vissuto invano, decidendo che, per preservare quella vita, per evitare che si disperda in modo irrimediabile, sia necessario scriverla: immergersi nell’oscurità di un passato che solo le parole e la loro imprevedibile dinamica potranno scoprire. La morte del padre lascia via libera, dunque, al lavoro della memoria e della scrittura.
L’autore tenta di ricostruire quella vita perduta avanzando il sospetto che forse, come suggeriva Kierkegaard, “chi si decide a lavorare fa per questo stesso motivo rinascere suo padre” e che il libro, nato dalla solitudine, in un futuro dovrà servire a dire qualcosa di se al suo stesso figlio. “Il legame esistenziale più forte è quello che si stabilisce tra un figlio e suo padre”, scrive Michel Contat, “e solo mettendo in luce tale legame consente a sua volta al figlio di diventare padre. L’invenzione della solitudine è il libro più struggente e lucido che io conosca su questo rapporto di cui Sartre sentì tanto la mancanza, il quale non giunse mai a sapere quanto gli mancasse”.
Il fatto è che il riannodarsi di un safari sentimentale nella complessità dell’infanzia – la ricerca dei segni e delle chiavi interpretative, l’indignazione per il bambino che siamo stati e che è andato svanendo senza morire del tutto con il passare del tempo – tende verso un’identificazione che solo raramente un adulto vuole concedersi, credendosi eterno, ma che alla fin fine e ineluttabilmente si ripropone nell’agonia: negli ultimi istanti del nostro personaggio sulla terra, prima di fuggire, “perché la morte non è morire”, come scriveva José Revueltas, “ma ciò che precede la morte, ciò che immediatamente la precede, quando ancora non entra nel corpo ed è immobile, bianca, nera, viola, seduta sulla sedia più vicina”.
Ne L’invenzione della solitudine Paul Auster certamente non si gongola nella siesta dolce e irrecuperabile dell’infanzia perduta, ma associa la morte di suo padre con il bambino che fu (Paul Auster) ed esplora le implicazioni della paternità (tanto quella che si riferisce al suo progenitore quanto quella che continuamente, lungo tutto il racconto, proietta verso suo figlio) e della filiazione. Come personaggio e come autore egli tenta di comprendere la vita e la morte di suo padre, un uomo freddo che per sopravvivere si mantiene a galla sulla superficie di se stesso, incapace di esprimere un’emozione o il benché minimo gesto di affetto. Situato in mezzo, tra suo figlio di due anni e suo padre morto, Auster rastrella le chiavi del suo essere nella catena di identificazioni maschili che si va tendendo dal nonno al nipote e ai pronipoti.
Figlio di un immigrato ebreo-austriaco stabilitosi a Kenosha, nel Wisconsin, Samuel Auster, il padre di Paul, incarna la figura centrale della prima parte del romanzo, “Ritratto di un uomo invisibile” (la seconda e ultima parte si intitola “Il libro della memoria”). Glaciale, paralizzato dal punto di vista amoroso, assente e quasi sconnesso dalla vita, egli diviene, nell’esperienza di suo figlio, “un uomo invisibile per se stesso e per gli altri”.
Se il passato si nasconde, al di là dell’intelletto, in certi oggetti materiali, secondo il ragionamento di Marcel Proust, la circostanza scatenante della memoria e della narrativa di Paul Auster proviene dal vuoto e dalle cose che ritrova nella casa del padre morto, quando apre la sua camera da letto e scruta tra la sua roba, quando osserva le pareti non dipinte, quando ripara i rubinetti malandati e gli utensili per le pulizie, avvertendo che da quelle parti ci sono ancora dei vestiti di sua madre, non perché suo padre, divorziato già da oltre quindici anni, si afferrasse al passato e volesse preservare la casa come un museo, ma perché non si rendeva conto di niente e niente gli importava: “Lo governava la negligenza, non la memoria”. L’uomo non sapeva manifestarsi. Non era capace di una carezza. Faceva la vita di un solitario, non come Emerson, che si era isolato per conoscere se stesso, non come Giona, che pregava per salvarsi nel ventre della balena che gli aveva impedito di affogare, ma nel senso di qualcuno che si ripiega, che batte in ritirata per non doversi osservare, né lasciarsi osservare dagli altri. Un uomo senza appetiti. La morte nella vita. La morte del desiderio.
Tra gli oggetti materiali che si rifanno al morto e che lo caratterizzano come personaggio, facendolo in qualche strano modo sopravvivere, le fotografie nascondono per il figlio l’illusione di potergli rivelare una verità lungamente ignorata. La ricerca del padre si trasforma allora in inquisizione, una domanda avanzata ma inascoltata fin dall’infanzia.
La storia della letteratura abbonda di esempi sul giudizio che in modo ineludibile i figli si fanno dei loro genitori o sulla rievocazione della madre o del padre: da Marina Tsievetàieva in Il diavolo, Peter Handke in La disgrtazia peggiore, Albert Cohen in Il libro di mia madre, Gianfranco Pecchinenda in L'ombra più lunga, Adelaida Garcia Morales in Sud, fino a Carlo Collodi in Pinocchio, per non parlare di quel richiamo classico di Kafka a suo padre (la lettera che suo padre non lesse mai). E il tema diventa assolutamente perentorio per il vecchio Ingmar Bergman, poco prima di morire, con Las mejores intenciones.
Questa modalità di assumere vita e letteratura come una stessa realtà (in ultima istanza l’autobiografia diventa, per tutti gli altri, fiction) si arricchisce in Paul Auster con l’inquietudine dell’enigma quando tra le carte e le fotografie del padre si imbatte in un crimine.
Una foto di gruppo di famiglia ha congelato, agli inizi del XX secolo, l’immagine della nonna con i suoi cinque figli: una femmina e quattro maschi, uno dei quali, il neonato di meno di un anno seduto tra le braccia della madre, è il padre di Paul. Il nonno non appare… ma c’era: doveva essere stato ritagliato da qualcuno in modo grossolano e irato perché la fotografia è rotta, strappata e reincollata in modo tal da far intravedere sullo sfondo un albero volante e privo del tronco e, al di sotto delle ascelle di uno dei bimbi, si percepiscono le punta delle dita di un essere inesistente o escluso: il nonno. Questa negazione rancorosa non permane solo nella mera metafisica dell’entelechia fotografica in quanto, come poi verrà a sapere Paul Auster attraverso dei ritagli di giornale, sua nonna aveva sparato e assassinato suo nonno nel 1919 davanti a uno dei suoi figli che manteneva una candela mentre il padre stava cambiando una lampadina fulminata. Nell’oscurità e nella penombra. Tutto ciò dovette averlo percepito a modo suo, quando aveva due anni, il padre di Paul. La nonna fu incarcerata dopo un processo nel quale comparirono anche i suoi figli più grandi. Alla fine però la nonna venne fatta uscire con l’obbligo di emigrare verso la costa orientale.
Se l’avvenimento getta una certa luce sul carattere elusivo del padre, la sua ricostruzione, la sua ricreazione, la sua trasformazione in scrittura non cessa di essere al contempo una riflessione sul linguaggio, sulla memoria e sulla necessità vitale di raccontare per essere. Come già aveva detto Bashevis Singer: “Quando un giorno passa, smette di esistere. Cosa resta? Nient’altro che una storia. Se le storie non venissero raccontate o i libri non venissero scritti, l’uomo vivrebbe come gli animali: senza passato né futuro, in un presente cieco”.
Paul Auster si rifà al mito di Giona e al suo apologo Pinocchio per illustrare la caduta nelle tenebre e la ricerca ossessiva del padre. Al cadere nel ventre della balena Pinocchio ha la sensazione di essersi immerso in un calamaio: tutto è buio intorno a lui, il buio della solitudine. Tuttavia Pinocchio non sa che anche Geppetto si trova lì. Ma è proprio in questa oscurità che il burattino scopre in se stesso il coraggio per salvare suo padre e per riuscire a trasformarsi – proprio grazie a ciò – in un bambino vero, in carne e ossa. Proprio come la penna di Collodi, anch’essa di legno, Pinocchio entra nel buio dell’inchiostro nero e Collodi lo utilizza come strumento della sua creazione al fine si scrivere la storia della sua propria infanzia. “Perché solo nel buio della solitudine comincia il lavoro della memoria”.
Nel corso della sua vita ognuno intraprende – come Juan Preciado che si dirige verso Comala per incontrare Pedro Paramo – la ricerca del padre, ma più o meno verso la metà del cammino della vita uno ricrea, ricostruisce il padre che gli è mancato. Talvolta la scrittura non è se non uno sforzo per risarcire la figura del padre perduto.
La memoria va e viene, intermittente, come una voce. È una voce che ti parla quando chiudi gli occhi e non necessariamente è la sua voce. È una delle “voci familiari” di Harold Pinter. Ma questa voce parla come se raccontasse una storia a un bambino. E il bambino ha tanto bisogno di storie come del cibo, e la sua mancanza si manifesta come fame, in quanto se non gli si consente di avere accesso all’immaginario egli non riuscirà mai ad entrare in sintonia con il mondo reale.
L’atto di scrivere è un atto della memoria. I pensieri, come sentiva Pascal, vanno e vengono. Oppure non ritornano mai. Sfuggono. Quando, nell’insondabile solitudine della sua stanza, cominciò a scrivere la sua solitudine, l’autore-personaggio si sentì maggiormente padrone del suo essere (per essere se stessi bisogna stare soli, dice un abitante del mondo pirandelliano). La memoria, allora, ha operato non semplicemente come la resurrezione del suo stesso passato, ma come un’immersione nel passato degli altri, il che equivale a dire: nella storia. Tutto gli si è ripresentato allo stesso tempo, come in un eterno presente, e il piacere di raccontarlo è dovuto essere necessariamente lento. La penna non potrebbe mai avanzare in modo sufficientemente rapido da poter lasciare registrata ogni parola scoperta nello spazio e nel ritmo della memoria. Alcune cose si perderebbero per sempre, altre forse potrebbero essere ricordate di nuovo, e altre ancora si perderebbero e si ritroverebbero e si riperderebbero un’altra volta. Come i pensieri di Pascal.
“Si, è possibile che non cresciamo mai, che anche quando diventiamo più vecchi continuiamo ad essere i bambini di sempre. Ci ricordiamo come eravamo allora e ci sentiamo gli stessi. Ci convertiamo allora in ciò che siamo adesso ma continuiamo ad essere ciò che eravamo, nonostante gli anni. Cambiamo per noi stessi. Il tempo ci fa crescere, ma non cambiamo”, sente, pensa, dice, crede, fa congetture, Paul Auster, e inventa a partire dalla sua solitudine.
Perché non si tratta di una solitudine inventata ma dell’invenzione che si genera nella matrice della solitudine (da Federico Campbell)

giovedì 24 giugno 2010