lunedì 27 settembre 2010

Claudio Magris

En la literatura existen muchas habitaciones y no se necesita elegir ideológicamente entre voces contrastantes; se puede -se debe- creer a la

vez en la fe de Tolstói y en la inercia de Oblómov; los grandísimos escritores son aquellos cuya perspectiva abarca trescientos sesenta grados. A veces me pregunto de qué lado estoy, si mi historia es la contada porGuerra y Paz, por la Metamorfosis de Kafka o por el Auto de fe de Canetti. Tal vez mi odisea literaria es la que cuenta mi viaje a la nada y el regreso; tal vez por eso los escritores que más me han enseñado son los que dan voz imparcial a las diversas cuerdas y a las más antitéticas pasiones, a la fe y a la nada."

Claudio Magris

De su nuevo libro Alfabetos. Ensayos de literatura,

editado por Anagrama.

sabato 4 settembre 2010

Quand la littérature s'écarte du roman sans renoncer au récit, elle jouit d'une distance nouvelle face au monde. Plus près des choses, elle se contente d'êtreun simple instrument d'enregistrement, comme un oeil mécanique au milieu de la vie

Hanif Kureishi

Si es cierto, como he leído en algún sitio, que en cualquier momento hay al menos un 2% de la población que está escribiendo una novela, entonces, lo que muchos de los interrogantes sobre los cursos de "escritura creativa" y su rápida proliferación en épocas recientes se plantean es, en realidad, para qué necesitamos a otras personas. ¿Escribir es algo que uno hace a solas, o necesita a otros que le ayuden? Uno puede tener conversaciones útiles pero repetitivas consigo mismo, y puede obtener placer sexual por su cuenta, aunque tal vez sería alarmante que asegurase que ha hecho el amor consigo mismo. Se supone, en general, que la conversación y el sexo son más productivos e impredecibles con otros. Varias de las formas artísticas más importantes del siglo XX -jazz, pop, cine- son fruto de colaboraciones. ¿La escritura es como ellas, o es una cosa completamente distinta? Algunos se hacen escritores porque quieren ser independientes; no quieren ni ser competitivos ni depender de otros. Para ellos, escribir es un proceso de exploración de sí mismos totalmente personal, una forma de estar solos, de reflexionar sobre su vida y quizá de esconderse, mientras hablan con alguien que está en su cabeza. Y desde luego, sin cierta pasión por la soledad, ningún escritor es capaz de soportar la tediosa obsesión de esta profesión. Pero la cosa no acaba ahí, en soledad. Algunos estudiantes, sobre todo al principio, cuando empiezan a escribir, tienden a enseñar su trabajo a amigos y, a veces, a familiares, como manera de informarles de unas cuantas verdades pero también con la esperanza de que su reacción les sea útil. Sin embargo, por mucho que al lector bienintencionado le pueda gustar el texto, no por eso va a poseer el vocabulario necesario para expresarlo de forma útil, para decir algo que pueda ayudar a progresar al escritor. La amabilidad puede consolar mucho, pero no siempre sirve de inspiración.

La escritura y la vida no son cosas aparte, y el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente

Los hombres y las mujeres siempre han buscado formas de mejorar, modificar o transformar sus estados de ánimo, mediante el empleo de hierbas, nicotina, alcohol y drogas, además de descargas eléctricas a través del cráneo, opio, baños, tónicos, libros y conversación (en el siglo XVIII llegó a ser popular el "cordial de perla" -perla pulverizada- como supuesta cura para la depresión). No hay motivo para que el ejercicio de la escritura no pueda ayudar a una persona a ver lo que tiene dentro y a organizar y profundizar sus ideas de quién es. También lo hace la lectura, que proporciona un vocabulario de ideas que uno puede utilizar para contemplar su vida con nuevos ojos. Pero un profesor de escritura no es un psicoanalista dispuesto a escuchar con paciencia cómo florece el inconsciente a través de la libre asociación o los sueños, y el estudiante se extrañaría si viera a su profesor más dispuesto a curar que a instruir. Cuando es necesario, y suele serlo, el profesor tiene que enseñar, transmitir información sobre estructura, voz, punto de vista, contraste, personajes, la disciplina de escribir. Y, sobre todo cuando se enfrenta a una masa de trabajo que no puede comprender y que no sabe cómo abordar -algo especialmente horrible para un profesor que quizá piense, equivocadamente, que debe entender todo y a toda velocidad-, tal vez puede utilizar algo parecido a un método socrático. Haciendo muchas preguntas, puede devolver al alumno su trabajo con otro aspecto, al mismo tiempo más claro y más confuso. Los estudiantes, muchas veces, no saben qué decir cuando se les pregunta qué significa una imagen concreta o un diálogo determinado, no saben si cumple la función que creen que cumple. Quizás es productivo escribir desde el inconsciente, donde el mundo es más extraño y tiene menos limitaciones, pero también es preciso valorar luego el trabajo de forma racional. Y parte de ello consiste en hablar de él. Un estudiante de cine, en un corto que había rodado, había colocado a dos hombres jóvenes en un banco de un parque, donde les había filmado por detrás, con una toma de sus nucas, durante varios minutos. Cuando le pregunté por qué era una toma tan sostenida, me respondió que el momento -un momento considerable, en mi opinión- representaba "la muerte". Dijo que quería que el espectador, en ese instante de la película, pensara en su propia muerte. Siempre dispuesto a discutir, pero intentando mantener la calma y recordándome a mí mismo que enseñar era un oficio noble, dije que no podía comprender cómo pensaba que el público iba a dar el salto de la imagen que les presentaba a esa idea. Él pareció entender que necesitaba unas imágenes más vívidas y certeras para transmitir lo que quería decir. También le fue útil que le dijera que necesitaba desarrollar una sensación de historia, y no juntar unas escenas con otras con la esperanza de que el público advirtiera la conexión. En una obra, si todo lo demás falla -por ejemplo, el humor, o la fascinación de los personajes-, la historia puede mantener por sí sola el interés del lector, como pasa en los culebrones. A este estudiante también le habría sido beneficioso el contacto con voces más autorizadas, otros artistas y poetas muertos, de los que podría haber aprendido soluciones más imaginativas para su intento de transmitir su mundo interior al exterior. Es asombroso que a los alumnos no se les suela enseñar a ver la relación que hay entre el estudio de otros artistas y su propio trabajo. Tomar prestada una voz o probar voces nuevas no es lo mismo que adquirir una propia, pero es un paso en esa dirección. Lo que uno roba se convierte en suyo cuando lo modifica de forma creativa. Dado que un artista se nutre prácticamente de todo, una educación humanística amplia, una especie de curso base que incluyera religión, psicología y literatura, sería un complemento muy útil para cualquier curso de escritura.

Las conversaciones con el profesor deben servir para que el alumno se haga una idea de lo que puede pensar un lector corriente de su obra y tenga siempre presente que, en definitiva, escribe para otros. Los escritores no son exhibicionistas, sino animadores. Y esas conversaciones deben dar también al estudiante una idea de lo que pretende decir. El estudiante también puede adquirir esa claridad, junto con ideas nuevas, al trabajar con otros escritores en grupo. Aunque en general es preferible la enseñanza individual concentrada -la mayoría de los consejos sobre la escritura son demasiado generales y del tipo "escribe sobre cosas que sabes"-, la ventaja del grupo es que cada estudiante tiene la oportunidad de oír una variedad de críticas y sugerencias, algunas absurdas y otras muy valiosas. Los alumnos aprenden unos de otros. Otra modalidad es que los alumnos trabajen por parejas, leyéndose sus textos mutuamente, aunque eso no es fácil cuando se trata de obras más largas, y difícil de mantener durante todo el tiempo que puede tardarse en completar una obra de tamaño decente. Lo que hay que tener en cuenta es que el lector orienta al escritor, y éste debe ser consciente de que sólo existe en relación con aquel cuya atención solicita. El lector o espectador debe quedar convencido de que el escritor es competente y ver que su obra es verosímil y que se puede creer sin problemas. Lo que el escritor quiere es que el lector se sienta como se ha sentido él.

Al intentar escribir uno tiene que cometer algunos errores, errores que engendrarán buenas ideas, que harán sitio a más inspiración. Y hay otros errores que conviene evitar, aunque a veces es difícil distinguir entre los dos. Lo que quizá lo aclare es pensar qué ocurre cuando el escritor se bloquea, se queda atascado. Una alumna mía quería contar una historia en la voz de una niña de siete años. Como es de imaginar, le estaba resultando extraordinariamente difícil, y eso la tenía bloqueada (las cosas que uno tiene más prisas por decir pueden no ayudar a que el texto sea mejor). Con su empeño en ocupar un punto de vista que le era prácticamente imposible, estaba consiguiendo escribir poco y empezaba a desanimarse. Un buen consejo para ella habría sido que intentara contar la historia desde otra perspectiva o trabajar en otra cosa durante un tiempo, antes de volver a su idea original. Tal vez tendría que aprender a esperar la aparición de una idea mejor. Y esa cuestión de esperar, para un escritor, es muy importante. Una idea buena puede surgir de pronto, pero para desarrollarla o probarla hace falta el tiempo que hace falta. A quienes rodean al autor puede parecerles que hace poca cosa, se limita a estar tirado en el sofá con la mirada perdida o dar largos paseos (no cabe duda de que Charles Dickens estaba escribiendo cuando paseaba). A lo mejor es en esos momentos cuando se le ocurren las buenas ideas -un libro no está formado por una gran inspiración, sino por muchas pequeñas-, así que debe acostumbrarse a ser culpable de una indolencia fecunda.

La escritura y la vida no son cosas aparte, aunque pueden estar separadas y, en general, el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente. Sin embargo, con frecuencia, un estudiante utiliza la escritura para meditar sobre su vida, de modo que lo que le muestra al profesor es un problema.

Una mujer decide escribir sobre su madre pero se encuentra abrumada por la pena y los sufrimientos. Sigue adelante, pero se detiene, aterrada de lo que puede querer decir. Al final tiene que decidir si quiere seguir o no con ese tema tan doloroso pero fundamental. Quizá prefiera escribir sobre otra cosa. O tal vez necesite descubrir si es capaz de afrontar ese asunto tan difícil. Y también puede pensar: ¿escribir es una forma de aplacar el terror, o de crearlo? Vemos que en este caso la escritora es el material; el poema es la persona. Son la misma cosa. De aquí se deriva que una de las angustias del escritor es el miedo a lo que sus palabras pueden hacerles a otros y lo que otros pueden hacerle a él si dice lo que piensa, aunque sea de forma ficticia. Como siempre hay ciertas ideas que se prohíben o se frenan en las familias -y en todas las instituciones-, casi todos los adultos, aunque sea de manera inconsciente, tienen miedo de expresar lo que piensan sobre determinados hechos. Temen que les acusen de traición y les castiguen, cosas muy posibles. Por lo tanto, deben preguntarse si van a poder soportarlo. Por otra parte, puede ser que exista una verdad personal concreta y que eso sea lo que el escritor desea revelar por encima de todo, y eso crea un conflicto insoportable que le hace bloquearse. Si un alumno no puede escribir más que monólogos deprimentes al final de los cuales el orador se suicida, uno tiene que preguntarse, no sólo sobre el estado de ánimo del autor, sino también por qué no hay más personajes en la obra, por qué no se oyen otras voces. En el caso del que hablo, era evidente que este alumno -que había estado ingresado en instituciones psiquiátricas en las que le habían hecho poco caso- me estaba mostrando algo que me tenía que tomar en serio y sobre lo que debía reflexionar. Era inquietante, y no me fue fácil ver cómo avanzar. Al final le convencí de que introdujera otros personajes para convertirlo más en una conversación. La verdad es que, al cabo de unas semanas, fue capaz de hacerlo, aunque los suicidios continuaron. Comprendí que, cuando por fin estaba a punto de abordar lo que le era imposible decir, el suicidio era una salida cómoda. Era otra versión del bloqueo del escritor. Pero una vez que sus personajes empezaron a dialogar -y el estudiante vio la importancia de debatir consigo mismo, de abrir su mente-, su obra se desarrolló. Las escenas se alargaron y la gente empezó a hablar. Su obra empezó a ser más accesible para otros. Durante un tiempo, al menos, pareció que el escritor había traspasado parte de su locura a sus personajes. Estaban más enfermos que él. La verdad es que los más sanos no suelen ser los más creativos. Como nos recordó Proust, "todo lo bueno que hay en el mundo procede de neuróticos. Disfrutamos de mil manjares intelectuales, pero no tenemos ni idea del precio que han pagado sus creadores, en noches de insomnio, lágrimas, risa espasmódica, erupciones, asma, epilepsia y el miedo a la muerte, que es peor que todo lo demás". Lo que me tranquilizaba era el entusiasmo de mi alumno, su empeño en el trabajo. Nuestras reuniones le proporcionaban una estructura útil. Creo que, si no hubiera tenido un profesor que le acompañase en el proceso, habría dado penosas vueltas sin fin y se habría aislado cada vez más. Su obra era una de las más extrañas e imaginativas que he leído, muy alejada del realismo romo y los convencionalismos que la mayoría de los estudiantes suelen considerar un trabajo imaginativo.

Algunos estudiantes tienen grandes fantasías sobre lo que es ser escritor, sobre los beneficios que creen que ser escritor les va a suponer. Eso despierta su deseo y les ayuda a comenzar. Pero, cuando se dan cuenta de lo difícil que es terminar una obra decente, escribir unas 15.000 palabras que merezcan la pena y, al mismo tiempo, se hacen a la idea de que es prácticamente imposible ganar mucho dinero con la escritura, experimentan un bajón, se van a pique, se desaniman y se sienten impotentes. La pérdida de una ilusión puede ser dolorosa, pero, si el alumno consigue superarla -si el profesor consigue mostrarle que su trabajo tiene cosas buenas y le ayuda a soportar la frustración a aprender a hacer algo difícil-, entonces hará mejores progresos.

Al final, el escritor aprende sobre todo de sí mismo, y siempre querrá evolucionar, encontrar nuevas formas para sus intereses. Si tiene suerte, mientras aprende a dar rienda suelta a su imaginación, editará y evaluará su propio trabajo. Eso no quiere decir, claro está, que nunca vaya a necesitar a nadie. Quizá prefiera ignorar a los demás, pero antes tendrá que escucharles, al mismo tiempo que continúa hablando.

giovedì 2 settembre 2010

Alberto Manguel II - Cuando la ficción sirve de defensa


Alberto Manguel reivindica en 'La ciudad de las palabras' el poder de la literatura como arma contra las mentiras de la manipulación comercial y política


Sobre la mesa de trabajo de Alberto Manguel hay una pulcra fila de cuadernitos idénticos, un centenar, tantos como cantos tiene la Divina comedia. Cada día entre las seis y las siete de la mañana el escritor argentino lee un canto y anota en una de esas libretas sus impresiones. Luego desayuna. "A Dante lo guardo para mí", explica. Es decir, no está preparando un ensayo sobre el poeta toscano. "¿Sabe lo que me sigue asombrando? Que ese libro haya salido de una sola cabeza".

También asombra que la vida de Alberto Manguel -que publica La ciudad de las palabras (RBA), una recopilación de cinco conferencias sobre el valor de la ficción como aviso contra las trampas de la identidad y las mentiras de la propaganda- sea la de una sola persona. Nació en Buenos Aires en 1948 pero se crió en Israel, donde su padre era diplomático. Aprendió alemán e inglés, la lengua en la que escribe, antes que español. Tras pasar la adolescencia en Argentina -donde ejerció como lector para un Borges ya ciego-, fue editor en Londres, París, Milán y Tahití. Hoy es ciudadano canadiense pero vive en Mondion, una aldea a una hora de Poitiers, en Francia. Allí, en un antiguo presbiterio pegado a una iglesia del siglo XII, instaló hace una década los 35.000 volúmenes de su biblioteca. Una historia de la lectura (Lumen) fue el título que consagró a Manguel, que estos días toma notas para el libreto de una ópera con música de Osvaldo Golijov que se estrenará en el Metropolitan de Nueva York en 2014. En su jardín, el escritor demuestra que vive apartado, pero no aislado. Y está de acuerdo en que este es su libro más político. "Beckett decía que, como extranjero en Francia, no tenía derecho a opinar sobre política. Yo tengo menos paciencia y aquí la injusticia es cotidiana: se puede quitar la nacionalidad a quien ha cometido un delito como castigo para los extranjeros. El Ministerio de Identidad Nacional y de Inmigración lo hubiese podido crear Goebbels". En su nuevo libro, Manguel rastrea la política que contiene toda literatura por aséptica que parezca. "No es inocente la elección de las historias que utilizamos para representarnos. En Argentina el poema nacional es Martín Fierro: la historia de un desertor que se opone a las leyes del Gobierno, alguien que se ve obligado a dejar a su familia y para quien la emoción más importante es la amistad. Allí no se cree en las leyes y los medios para conseguir cierta justicia personal están justificados. No podría ser la epopeya nacional suiza". Pero La ciudad de las palabras no está anclado en el pasado. Quiere medirse con los retos del presente. Para su autor, dos: el elogio de la facilidad y la negación de la inteligencia. "Vivimos en una época en la que valores como brevedad, superficialidad, rapidez y simpleza son absolutos. Nunca lo habían sido. Los valores que desarrollaron nuestra sociedad fueron los de la dificultad (para aprender a sobrellevar los problemas), la lentitud (para reflexionar y no actuar impulsivamente) y la profundidad (para saber adentrarse en un problema). Si se prescinde de esos valores se obtienen reacciones banales fácilmente manipulables". El peligro, según Manguel, alcanza al propio desarrollo humano. "Nos define como especie el poder de reflexionar y de imaginar. Estamos convirtiendo las escuelas en centros de adiestramiento. Han dejado de ser sitios en los que la imaginación se desarrolla gratuitamente, por ninguna otra razón que para desarrollarla, y exigimos que la educación rinda cuentas. La ministra francesa de Finanzas lo dejó claro: hay que pensar menos y trabajar más. Se trata de crear esclavos consumidores: nadie que piense dos minutos compra unos jeans rasgados por 300 euros". Lo peor, además, es que muchos han terminado por creerse su propia propaganda. "Se desprecia la inteligencia de la gente diciendo que es incapaz de enfrentarse a un libro complejo. El resultado es que en EE UU muchos autores literarios solo publican en sellos universitarios", dice Manguel. El ensayista alerta también contra cierta literatura reciente -apunta un nombre: David Foster Wallace- que echó los dientes con el pop art y que considera un valor lo que era tradicionalmente objeto de crítica: "Lo que sucede en literatura no está separado de la política o la economía. Seguimos el modelo del supermercado: objetos de consumo muchas veces inútiles y desechables. Es peligroso buscar valores ahí porque se eliminan los niveles de lectura de una verdadera obra de arte. Dicen: quedémonos en la superficie de las cosas, admiremos la elegancia de un uniforme militar". El autor de Una historia de la lectura asegura que es demasiado pronto para añadir un capítulo sobre el libro electrónico: "Cuando esa tecnología tenga su uso preciso y sus creadores, sí". Por lo demás, es consciente de que el trato con el libro de papel tiene mucho de costumbre, "como el que usa unas chanclas viejas porque son cómodas". Él no tiene lector de libros electrónicos, pero entiende que otros lo usen. "Me pregunto si pueden hacer con un libro electrónico lo mismo que yo con uno de papel". Para demostrar que no tiene problemas con el mundo contemporáneo, solo con algunos de sus apóstoles, Manguel adelanta una lista de escritores a los que se puede leer "con Stevenson o San Juan de la Cruz": Cees Nooteboom, Kadaré, Anne Carson y "buena parte" de la obra de Ian McEwan. No está mal si el listón lo pone Dante a las seis de la mañana.

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Mondion
EL PAÍS - Cultura - 01-09-2010


mercoledì 1 settembre 2010

Rue du Dragon

RUE DU DRAGON
VI ème arrondissement de Paris


Notice écrite en 1859. Commençant : boulevard Saint-germain, 163. Finissant : rues de Grenelle, 2, et du Four, 56. Cette voie existait au XIVe siècle. Dénommée rue du Dragon en 1808, elle portait précédemment le nom de chemin ou rue du Saint-Sépulcre. Origine du nom : Le dégagement de l'ancienne cour du Dragon donnait sur cette rue.

Le Petit-Sépulcre. – L'École d'Équitation. – La Cour du Dragon. – Divers Hôtels. – Le Carrossier Raveneau. – La Famille Laplagne. – Bernard-Palissy. – Un Baroche. – Germain Brice.

Les chanoines du Saint-Sépulcre, ordre religieux et militaire, habitaient, dès le XVe siècle, une propriété sise dans une rue à laquelle s'étendit le nom de leur confrérie. Cette maison n'était que le Petit-Sépulcre, eu égard à leur grande maison hospitalière et à leur église collégiale du Sépulcre, que la cour Batave a fini par remplacer rue Saint-Denis. Puisque le Petit-Sépulcre était en ce temps-là voisin de l'habitation de la famille Taranne, laquelle se trouvait rue Taranne, non loin de la rue Saint-Benoît, nous serions porté à voir dans la cour actuelle du Dragon l'ancienne annexe de la susdite compagnie, religieuse. Mais les chanoines n'auraient pas eu que cela dans la rue. Un dragon sculpté qui figure, avec d'autres reliefs solidement accusés et de vieilles ferrures de croisées, sur le portique de cette cour, du côté de la rue Sainte-Marguerite, sert encore d'enseigne à l'immeuble.

N'y doit-il pas être regardé comme faisant allusion au dragon que la légende met sous les pieds de sainte Marguerite et qui ressemble au monstre fabuleux que terrasse ailleurs saint Michel ?

La cour du Dragon fut connue sous cette dénomination avant que la rue y prît part ; mais elle ne servait pas encore de passage au beau milieu du règne de Louis XIV. C'était alors l'ancienne Académie, dite bientôt l'académie Royale, sous la direction de Longpré et de Bernardy. Elle comptait autant de pensionnaires que la nouvelle, ouverte rue des Canettes. L'une et l'autre suivaient à l'envi les traditions de la première institution de ce genre, fondée par Pluvinel, sous la régence de Marie de Médicis. Les jeunes gens y apprenaient surtout ce dont un gentilhomme se passe le plus difficilement l'équitation, les armes, les mathématiques et la danse. En cette cour du Dragon, rue du Sépulcre, demeurait vers l'année 1770 Mlle Dubois, de la Comédie-Française, chez laquelle M. de Sarral avait ses grandes entrées, dans le même temps que Dorat ses petites.

Au commencement du règne de Louis XVI, Mme Crozat, la mère, et ne sait-on pas que le duc de Choiseul avait épousé une Crozat ? Était propriétaire de tout l'immeuble, où pullulaient déjà, comme locataires, des marchands de poêles et de ferraille.

Jusqu'à l'embouchure de la rue Sainte Marguerite s'étendit également, à l'origine, le jardin d'un hôtel presque contigu au manége royal de Longpré, et qui porte le n° 3. Il se peut très bien que Jean ou Christdphe de Taranne y ait été de longue date le prédécesseur de Boucher, écuyer, conseiller du roi, dont une autre rue a pris le nom ; dans tous les cas, Boucher a laissé la propriété à M. de Senneville, puis à Mlle d'Haraucourt, qui descendait d'une des quatre maisons de l'ancienne chevalerie de Paris, et M. le comte d'Haussonville l'a héritée de Mlle d'Haraucourt.

Les immeubles séculaires se suivent de près rue du Dragon, et l'on peut ajouter que beaucoup d'entre eux se ressemblent. Le 13 fut acquis avant la grande révolution par la famille de Mme Ruyneau-Fontaine, actuellement propriétaire ; 15, 17, 19 et 21, d'après leurs titres, sont de même acabit bourgeoisie décrassée çà et là par ses noms de terres, qui nous paraissent maintenant de vieille noblesse !

Les n°s 25, 27, 29, 31 et 33 ont été signalés à M. Rousseau, notre éclaireur patient, comme ancienne succursale des chanoines du Saint-Sépulcre. Unanimité de traditions à cet égard, dans le quartier, maints rapports de construction confirmant l'origine commune sans contrevenir à l'opinion locale. Pour en trouver le démenti, il a fallu remonter dans les actes authentiques et en comparer la teneur au trop peu qu'ont dit sur le Petit-Sépulcre les vieux ouvrages sur Paris. L'emplacement de ces immeubles a dépendu, dans le principe, d'un terrain dit la Chasse-Royale, et le carrefour de la Croix-Rouge a d’abord porté le nom de carrefour de la Maladrerie, parce que des granges hospitalières y ont recueilli nombre de pauvres gens atteints du mal de Naples ; puis on a mis les Incurables en possession d'une portion des dépendances de la Maladrerie, L'administration des biens réunis des hospices, dont le siège était à l'Hôtel Dieu, a consenti emphytéose en1784 à Raveneau, carrossier de la cour, du 25, du 27, du 31 et du 33, en lui imposant l'érection d'un nouveau corps de bâtiment.

Mais l'industrie de luxe de Raveneau a tant souffert des tempêtes politiques qui ont substitué à la Croix-Rouge un bonnet de la même couleur, qu'il en a quitté le coin de la rue du Dragon, pour s'attacher, comme inspecteur des charrois, aux armées de la République. Quant au bail emphytéotique, il, a été converti en toute propriété. Dans ces conditions nouvelles ont, été adjugés le n° 27 à Lambert, marchand d'hommé le 23avril 1813 ; le n° 29 à Magin, gendre de Raveneau, 8 mai1812 ; et le n°33, le 4 juin 1813, ainsi que le n° 92 de la rue du Four. M. Magin, qui a rempli longtemps les fonctions de caissier de l'administration des Hospices, a acquis également, le 17 décembre 1813, la nue-propriété du n° 31, dont son beau-père ne l'avait fait qu'usufruitier.

On dit bien que vis-à-vis du 25 s'étala une propriété capitulaire du Saint-Sépulcre ; mais nous ne sommes pas tombé sur des documents qui confirmassent ou démentissent cette occupation primitive.

Le côté des numéros pairs compte encore des grandes portes. Voyez, par exemple, ce 34, ce 30, ce 18 et ce 16 ils n'ont pas attendu que le sellier d'en face, industriel du temps de Louis XVI, multipliât les voitures dans la rue, pour ouvrir grands leurs deux battants, qui semblent même avoir pris 1a mesure des carrosses du XVIIe siècle, plutôt que des vis-à-vis à la mode sous le règne de Louis XV.

Parmi les maisons plus modestes qui remontent à une époque assurément plus reculée, il en est une, répondant au chiffre 24, que signale pour enseigne une terre cuite de Bernard-Palissy Samson y est représenté terrassant le lion historique, dont la mâchoire servit d'épouvantail à une armée de Philistins. C'est maintenant un hôtel garni, avec une boutique honorant elle-même, à sa manière, la mémoire de ce protestant, savant et célèbre émailleur on y débite par choppes le vin des huguenots, ses coreligionnaires. Un escalier à quilles de bois conduit aux chambres et date sans doute du XVe siècle. L'écusson en poterie a pour légende : Au fort Samson ; puis une inscription toute moderne s'exprime ainsi : Ancienne demeure de Bernard de Palissy, 1575.

Cet homme de génie était déjà dans un âge avancé lorsque s'ouvrit, en 1575, son cours d'histoire naturelle et de physique dans la rue du Sépulcre ; il y forma, ou il y transféra le premier cabinet d'histoire naturelle qu'on vît à Paris. Né dans le Midi au commencement du siècle, il avait échappé à la Saint-Barthélemy, grâce au logement qu'il occupait au Louvre, atelier d'où étaient sorties tant de belles poteries, ses Figulines ! Mais, en dépit de sa renommée d'artiste, du mérite primesautier de ses écrits, du succès croissant de ses leçons, et quelles que fussent ses vertus, le maître se vit incarcéré par l'influence des ligueurs et mourut en prison dans sa 90me année, tout à la fin du règne de Henri III.

De bois tout de même étaient les garnitures d'un escalier, dans le fond du n° 20 ; mais une très jolie rampe de fer s'y substitua à mi-corps, du temps de Louis XIII.

Le 18 appartenait en 1686 à Jean Girard, architecte et intendant des bâtiments et jardins du duc d'Orléans ; frère unique du roi, puis en 1720, chi chef de la veuve de Girard, à son second mari, Philippe de Loménie, écuyer, porte-manteau du régent de France. Bien plus tard, le baron Boyer, chirurgien de l'empereur, laissa la plus vieille de ces deux maisons à sa fille, qui épousa M. Laplagne-Barris, président à la cour de cassation.

M. Lacave-Laplagne, qui eut depuis le portefeuille des finances, habitait lui même le n° 10, en 1823. Propriété dans laquelle M. Rousseau a remarqué une porte à grande envergure, des vignes grimpantes, qui égaient la cour, un ancien puits à si petit orifice que pas une porte ne saurait s'y noyer, enfin une ferrure du siècle de Louis XIV aux degrés encagés dans l'arrière-corps de logis, qui est évidemment l'aîné. En 1673 furent élevées des constructions sur le terrain des n°s 14, 12, 10 et 8, sis à Saint Germain des Près, disait encore l'acte d'alors, et que s'étaient partagé plusieurs cohéritiers. Au nombre de ceux-ci nous remarquons : Le Maistre, architecte et ingénieur du roi, qui n'a sans doute pas cru déroger en travaillant dans cette rue pour lui-même.

Que plus petit et plus vieux est le n° 2 ! Deux mansardes y font des cornes. L'ombre qui en bifurque dans la rue n'a pas manqué de protéger contée les ardeurs de l'été le vieillard Bernard-Palissy, dont la radieuse mémoire a garanti son logis, par exception, de cette obscurité croissante qui en a envahi bien d'autres et que nous tentons enfin de dissiper.
Un nuage reste qui nous cache l'emplacement de certain hôtel de Strasbourg, à porte cochère, adjugé le 27 mai l752 à Charles-Antoine Baroche, contrôleur des rentes de l'hôtel de Ville, qui demeurait rue Sainte-Marguerite et à qui son emplette donna, dans notre rue, Métayer et Vinet pour tenants.

Il nous en coûte davantage de ne pas faire sortir de son rang, pour lui donner la grand croix de notre ordre, la modeste demeure de Germain Brice, dont la Description de Paris nous est chère. Cet historiographe, qui vécut de 1653 à1727, porta le titre d'abbé et un habit violet, sans avoir reçu la tonsure, sans avoir fait vœu de chasteté, et pour vivre il donna des leçons d'histoire, de géographie et de blason, rue du Sépulcre. Ses livres rapportaient si peu qu'il y avait pour l'auteur nécessité d'en dédier à des princes allemands. D'ailleurs, il ne manque pas de chroniqueurs rétrospectifs qui soient morts, comme Germain Brice, dans un état voisin de la misère, malgré la protection que s'honoraient de leur accorder un roi, des princes, des édiles. Tous les riches ne sont pas curieux et tous les curieux ne sont pas riches. Sous quel régime, d'ailleurs, et dans quel siècle ne fait-il pas meilleur pour la gent porte-plume de louer les vivants que les morts ?

(Histoire de Paris rue par rue, maison par maison, Charles Lefeuve, 1875)