lunedì 26 settembre 2011

algo para recordarme


SAUL BELLOW

Mezclar ficción y realidad es una garantía de fracaso literario. Lo cual recuerda el relato perfecto sobre un viejo narrador que evoca un episodio de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. Una pista sobre el carácter sagrado de la lectura

Cada día convivimos más con el ruido de fondo de crisis económicas, invasiones de países árabes, sorpresas de grandes gigantes farmacéuticos, reclamos de la industria del automóvil, tortugas Ninja, crímenes horrendos, pavorosos terremotos devastadores, Bolsas europeas que caen y caen y vuelven a caer, episodios de estupidez humana transmitidos día tras día como si fueran una serie televisiva sin guionista.

Ese es el gran error, ¿no? Creer que un libro tiene que competir con el asesino en serie o el último emperador mundial de los helados

En semejante ambiente nuestra agitada vida de víctimas de lo mediático nos recuerda a un fragmento irónico de El caballero inexistente de Italo Calvino: "Debéis disculpar: somos muchachas del campo (...) fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos en el campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada".

Es difícil en estas circunstancias de información masiva reparar en algo tan antiguo como una buena historia de ficción. Nos da la impresión de que no tenemos tiempo para atender a ella. No en vano hay un escaparate infinito en las nubes con todos los grandes libros olvidados.

Pero aun así, a pesar de situación tan difícil para los buenos libros, ¿hay que empujar a los escritores a que emparenten sus ficciones con los mil y un asuntos que baraja el gran espectáculo mediático? No es una pregunta extravagante. Entre tantas incertezas, una certitud parece que está arraigando peligrosamente entre nosotros: no se concibe una novela recién publicada que no permita un titular de prensa ligado a la más rabiosa actualidad periodística. Para entendernos: hoy en día los movimientos de la conciencia de un anodino ciudadano portugués de la época del dictador Salazar no tendrían cabida como noticia relacionada con la aparición de un libro, salvo que se la pudiera relacionar con el último rescate económico de Portugal, o algo por el estilo.

Por eso quizá hay tantos periodistas que, en su búsqueda desesperada del titular, no quieren admitir que una novela pueda estar estricta y únicamente vinculada al mundo de la ficción, lo que, dicho sea de paso, en realidad no deja de ser lo más normal del mundo, puesto que ficción y vida se repelen, esa al menos es mi experiencia. John Banville (en una divertida entrevista con Mauricio Montiel que no desentonaría en Dublineses, de Joyce) dice haber descubierto que jamás se puede mezclar ficción y realidad, pues cuando uno trata de insertar en la ficción nociones directas, nociones científicas, no encajan por ningún motivo: "Aún no comprendo cuál es el proceso, pero es como someterse a un trasplante de hígado: el cuerpo lo rechaza. La ficción, al menos la mía, repudia las ideas tomadas directamente del mundo".

Todo esto me recuerda que cuando uno comienza a escribir cree que es posible expresar la realidad. Si ha nacido en territorio español, todavía lo cree más, porque aquí en literatura todo el mundo es realista. Sin embargo, creo que lleva un cierto tiempo aprender, descubrir que lo único que se puede hacer es fabricar una realidad alterna y esperar que de alguna forma reproduzca, o parezca reproducir, la vida tal como la vivimos. Esta infantil frase de Banville la suscribo con entusiasmo: "El arte no es para nada la vida, sólo se le parece".

Aunque nos encontremos ante la novela más realista de la historia, esa realidad nunca puede ser la famosa realidad. Es algo tan simple como discutido hoy en día por algo más de la mitad de las mejores mentes de mi generación. Qué se le va a hacer. Lo mismo digo sobre la cuestión de los millones de novelas y el escaparate infinito de los grandes libros olvidados. ¿Qué hacer ante semejante drama? Queda, de entrada, el consuelo de saber que nuestra conciencia es inmensamente más grande que todo el espacio mental que creen abarcar los responsables del gran lavado de cerebro colectivo. Porque en realidad el gigantesco espacio del Gran Lavado jamás podrá competir con todo aquello que es capaz de percibir, en su espacio natural de libertad, una conciencia humana. Todavía nos quedan, creo, focos de libertad en nuestras mentes, los suficientes para tratar de escapar de la banal representación sin tregua del gran teatro de Oklahoma. Y sirva esto, de paso, para decir que sospecho que ese secreto éxodo trágico, esa gran huida del terror mediático, se está convirtiendo en la verdadera odisea moderna y que alguien debería novelarla, porque a fin de cuentas es tan sigilosa como apasionante.

Ayer, por cierto, releí la odisea tan singular que narra Bellow en Algo por lo que recordarme, relato perfecto, incluido en la gran antología de sus cuentos. El argumento es algo complejo pero, a grandes rasgos, trata de un narrador, ya viejo, que recuerda un solo día de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. En el día que recuerda y que sabe que no olvidará nunca, una mujer le atrajo hasta su dormitorio, y una vez allí huyó dejándole desnudo, pues para robarle tiró toda su ropa (incluso el libro religioso que él estaba leyendo tan religiosamente) por la ventana. Le tocó entonces volver a su casa, a una hora de distancia, atravesando el helado Chicago. Su odisea, cuando hubo conseguido que le prestaran unos harapos para el regreso, incluyó la idea de volver a comprar el libro -sagrado para él- que le habían robado. Pero, eso sí, para volver a comprarlo tenía que robar a su madre, que escondía su dinero en otro libro sagrado. Según el crítico Robin Seymour, esta historia que no pierde de vista el carácter sagrado de las escrituras que meditan sobre el mundo sitúa en primer plano preguntas que deberíamos hacernos más a menudo; preguntas tan profanas como religiosas, preguntas a nuestra conciencia. ¿Cuáles son los días de nuestra vida que no olvidamos y por qué los recordamos siempre? ¿Cuáles fueron nuestros días de conmoción y reflexión? ¿Cuántas veces recordamos que la actividad de la lectura puede tener un carácter profano o religioso, pero en cualquier caso sagrado?

Llevo escritas 981 palabras y me temo que no conseguiré el efecto de brevedad que pretendía ofrecer en esta divagación literaria que seguramente, por falta de espacio (menuda contrariedad, incluso para el escritor de brevedades), se dirige hacia el final. Pero da igual, voy a terminar, no importa que me sienta como un fardo que tuviera toda una eternidad para arrepentirse de su escasa capacidad para la rapidez.

Ahora recuerdo que Bellow, en el divertido epílogo que escribió para su antología de cuentos, sugiere combatir la invisibilidad de los libros incorporando la brevedad a ellos. Cita a Chéjov, por supuesto, y aquella frase maravillosa en su diario: "Es extraño, ahora me ha entrado la manía de la brevedad. De todo lo que leo -obras mías y de otras personas- nada me parece lo suficientemente breve". Y luego se acuerda Bellow de un sabio japonés que recomendaba a sus alumnos la mayor brevedad posible y que me ha hecho pensar en un sabio chino que solía decir que hay que hacer rápido lo que no nos corre ninguna prisa y así poder hacer lentamente lo que urge. Se acuerda también Bellow de un clérigo inglés del XIX, un tal Smith, que sólo sabía decir: "¡Opiniones cortas, por Dios, opiniones cortas!".

En efecto, la brevedad puede ser una solución para, con sentido del humor, resistir los embates de lo extraliterario. En lo último que hay que caer, por otra parte, es en aquello en lo que cayera una destacada dama de las letras inglesas el día en que la vimos hojear enojada en Segovia el periódico en la mesa de un café y quejarse de pronto: "No hay más que deportes, corrupción y disparos. ¡Y nada sobre mi novela!".

Ese es el gran error, ¿no? Creer que un libro tiene que competir con el asesino en serie o el último emperador mundial de los helados. O lo que es lo mismo: creer que se pueden mezclar las ficciones con ese gran reino del extrañamiento que inventan -una realidad, por cierto, bien falsa y perversa- en el gran teatro de Oklahoma.

Cuentos reunidos. Saul Bellow. Introducción de James Wood. Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal.DeBolsillo. Barcelona, 2010. 784 páginas. 10,95 euros

giovedì 4 agosto 2011

suicide


http://soleildanslatete.centerblog.net/6579844-philippe-soupault-le-contrat-du-suicide

lunedì 30 maggio 2011

vila-matas/pecchinenda



chet baker piensa en su arte


Avere come l’impressione di essere morto vecchio

Recensendo una recensione ad Enrique Vila-Matas

di Gianfranco Pecchinenda

Lo scrittore catalano Enrique Vila-Matas ha appena pubblicato un altro libro, dal titolo Chet Baker piensa en su arte. Una raccolta di racconti tra cui spicca, dando anche il titolo all’intero volume, quella che, più che un vero e proprio racconto, può essere considerata una sorta di “Fiction critica” (come egli stesso la definisce), ovvero un modo per proporre riflessioni e appunti sulla letteratura attraverso lo strumento della fiction. Operazione non nuova, ovviamente, comune peraltro a molti grandi intellettuali del nostro tempo.

Lo stesso scrittore argentino Ricardo Piglia, recensendo proprio Dublinesca, un altro importante e recente romanzo dello stesso Vila-Matas, ha compiuto a sua volta, e con la sua solita grande maestria, un’operazione molto simile, dando così vita a una sorta di mise en abime che potrebbe essere prolungata all’infinito. Vediamo in che senso: il protagonista di Dublinesca si chiama Samuel Riba, è morto, ma è anche vivo. È un eroe che, nel corso della narrazione, ripercorrendo alcune fasi della nostra storia culturale, riflette su questioni ritenute particolarmente significative per la formazione del mondo occidentale: insomma un vero e proprio topos. Mentre legge Dublinesca – il cui titolo rinvia evidentemente a James Joyce – Ricardo Piglia nota alcuni elementi che gli ricordano un altro grande scrittore irlandese – Samuel Beckett – e passa a citare una splendida frase presente in Le Calmant (il primo testo di Beckett scritto direttamente in francese): “Non so più quando sono morto. Ho sempre avuto come l’impressione di essere morto vecchio” (Je ne sais plus quand je suis mort. Il m’a toujours semblé être mort vieux).

L’analogia con Samuel Riba, il quale – come appena ricordato – è appunto un morto-vivente, è quindi più che comprensibile. L’eroe vilasmatiano, portandosi dietro tutta l’inesorabile malinconia propria della categoria dei “vivi-ma-morti”, ripercorre la grande capitale irlandese in compagnia di un gruppo di amici per celebrare al contempo Joyce e la triste ricorrenza della morte della letteratura.

Lasciando da parte le riflessioni di Piglia sulle straordinarie capacità di Vila-Matas di raccontare, attraverso uno stile al contempo nostalgico e ironico, storie di così grande importanza per la letteratura occidentale, veniamo dunque al Chet Baker piensa en su arte. In questa splendida e, come al solito, originale narrazione “critico-fictionale”, l’oggetto centrale della riflessione, in perfetta sintonia con quanto elaborato in Dublinesca, è quello, delicatissimo, della sostenibilità o meno dell’ordine narrativo tradizionalmente riservato dalla letteratura alla descrizione dell’esistenza. “Ci tranquillizza – scrive Vila-Matas introducendo il suo lavoro – la semplice sequenza, l’illusoria successione dei fatti. Ciononostante, c’è una grande divergenza tra la confortevole narrazione e la brutale realtà del mondo”. Come diceva Musil – il quale già ai suoi tempi pensava che nel mondo non fosse oramai più presente quella semplicità inerente all’ordine tradizionale del raccontare – tutto è diventato adesso non-narrativo. Il mondo stava già allora, evidentemente, cominciando a diventare plurale, multidimensionale, frammentario e, soprattutto, senza senso: un universo attraverso il quale difficilmente sarebbe stato oramai più possibile approssimarsi a un assetto sociale ed esistenziale equilibrato, misurabile, prevedibile come quello dell’ordine socioculturale ipotizzato agli albori della modernità occidentale.

Eppure Vila-Matas riconosce di non trovarsi del tutto a suo agio con una tale posizione: se è vero che si è verificato un vero e proprio divorzio tra la narrazione della realtà e la sostanziale “inenarrabilità” di quest’ultima – sostiene, senza alcun timore di poter eventualmente esporsi al rischio di clamorose contraddizioni – egli sembra altrettanto convinto del fatto che ci troviamo in una fase di progressiva rinascita della narrazione e della narrabilità dell’esistenza che si colloca sempre più al centro della scena culturale. “Ovvero – egli scrive – così come credo che la non narratività (almeno dal punto di vista formale) di Finnegans Wake di Joyce sia arte pura, considero allo stesso modo sommamente artistico, ad esempio, un libro così pieno di ingegno narrativo quale è Il fidanzamento del signor Hire (Les fiancailles de Monsieur Hire) di Georges Simenon”.

La questione, come dicevo, è in effetti molto delicata: Beckett sosteneva che gli scrittori realisti dessero vita ad opere discorsive perché interessati a parlare delle “cose” o sulle “cose”, mentre invece l’autentica arte dovrebbe essere riferita alla “cosa stessa”. Certo, come ricorda ancora Vila-Matas, la rotta seguita da Finnegans è evidentemente più nobile, più affine al linguaggio caotico della realtà e a “quel vago fluttuare delle nostre vite” di cui parlava Kafka; ovvero, più affine alla realtà barbara e muta, senza significato, delle cose. Il punto, insomma, sembra essere proprio questo: la discrepanza tra la rassicurante narrazione della realtà e la selvaggia verità che essa potrebbe rivelare se ci lasciassimo trascinare da una modalità più istintuale e meno confortevole di manifestazione artistica.

I mondi che così abilmente Enrique Vila-Matas intende mettere in discussione diventano dunque quelli della realtà muta e inenarrabile, profonda e fantasmatica; che riguardano sia gli individui che le collettività, sia la realtà del presente sia quella del passato, sia i cosiddetti mondi interiori sia quelli esteriori, sia quelli soggettivi sia quelli oggettivi. In un certo senso, riflettendoci bene, la storia della letteratura è sempre stata, fin dai suoi esordi, la storia di una ribellione costante e continua contro le leggi e le forme inventate e in qualche modo trasmesse dalla tradizione letteraria stessa; rappresentativa, se vogliamo, delle definizioni più comuni del senso comune.

Il valore di un’opera d’arte, in fondo, più che dalla sua utilità, dovrebbe essere determinato dalla sua capacità di liberarci da quei modi di pensare, di sentire e di agire che il senso comune rende molto simili a dei veri e propri automatismi. Da qui l’assoluta centralità, per ogni artista, di riuscire a saper rivelare l’inesorabile e spesso fatale mistero di ogni cosa, di essere in grado di alimentare il suo dubbio costante, come quello, ad esempio, di non essere già morto, pur coltivando la sensazione di ricordare di essere già morto una volta. Pur essendo, all’epoca dei fatti, già troppo vecchio per poterlo poi ricordare.

lunedì 18 aprile 2011

STILE


Se io volessi impazzirei. Conosco tante di quelle storie terribili. Ho visto molte cose, mi hanno raccontato casi straordinari, io stesso… Insomma, a volte io stesso non riesco ad organizzare tutto questo. Perché, sa, svegliarsi alle quattro del mattino in una stanza vuota, accendere una sigaretta… si rende conto? La luce minuscola del fiammifero espande improvvisamente il volume delle ombre, la camicia appoggiata sulla sedia acquista un volume impossibile, la nostra vita… capisce?... la nostra vita, la vita intera, si trova lì come… come un avvenimento eccessivo… Deve essere ordinata in fretta e furia. Fortunatamente esiste lo stile. Non ha idea di cosa sia? Vediamo: lo stile è un’unità di significato. Mi faccio comprendere? No? Bene, non sopportiamo il disordine incasinato della vita e, allora, ci appiccichiamo ad essa, la riduciamo a due o tre topos semplificati. Poi, grazie ad un’operazione intellettuale, diciamo che questi elementi di base si trovano in un topos comune, poniamo quello dell’Amore o della Morte. Capisce? Una di quelle astrazioni che servono per tutto. La sigaretta si consuma, non è così? La calma ritorna. Inoltre, può immaginare che cosa significhi questo per tutte le notti, per settimane, mesi o anni?
Una volta sono andato da un medico.
– Dottore, sono pazzo – gli ho detto. – Devo essere pazzo.
– Ci sono pazzi in famiglia? – Chiese il medico. – Alcolizzati, sifilitici?
– Sì, signore. I peggiori. Pazzi, alcolizzati, sifilitici, mistici, prostitute, omosessuali. Sono pazzo?
Il medico aveva senso dell’umore e mi prescrisse dei barbiturici.
– Non ho bisogno di medicine – gli dissi. So come va il mondo, a cosa mi servono i barbiturici?
La verità era che ancora non avevo trovato lo stile. Ma mi ascolti, amico: conosco ad esempio la storia di un uomo vecchio. Conosco pure quella di un uomo giovane. Quella del vecchio è migliore, in quanto era molto vecchio e dunque, cosa si poteva aspettare? Eppure, attenzione: quell’uomo vecchissimo non si sarebbe mai rassegnato a fare meno dell’amore. Amava i fiori. Nel mezzo della sua solitudine conservava mazzetti di orchidee.
Il mondo è così, cosa vuole. È necessario trovare uno stile. Sarebbe utile collocare dei grandi cartelloni nelle strade, mettere avvisi in televisione e nei cinema. Si trovi uno stile se non vuole finire in rovina. Ho trovato il mio stile studiando matematica e ascoltando un poco di musica. Johan Sebastian Bach. Conosce certamente quelle cose così semplici, così armoniose che sono i sistemi di tre equazioni con tre incognite. Primitive, rudimentali. Ho risolto migliaia di equazioni. Poi ascoltavo Bach. Trovai uno stile. Lo applico di notte, quando mi sveglio terrorizzato vedendo le grandi ombre incomprensibili che si impongono nel mezzo della mia stanza, quando la piccola luce emerge sulla punta delle dita e tutta l’immensa malinconia del mondo sembra salire attraverso il sangue con la sua voce scura… comincio a fare il mio stile. È un esercizio ammirevole. A volte uso il processo di svuotare le parole. Sa come si fa? Prenda una parola fondamentale. Parole fondamentali, curioso… Prendo una parola fondamentale: Amore, Malattia, Paura, Morte, Metamorfosi. La pronuncio a voce bassa per venti volte. Già non significa niente. È un modo di raggiungere lo stile. Osservi adesso questo espediente:
I bambini impazziscono per la poesia.
Ascoltate un istante come restano coinvolti
Nelle alture di questo grido, come l’eternità li accoglie
In quanto gridano e gridano
(…)
– E non siamo altro che il poema dove i bambini
si distanziano pazzamente.

È il frammento di una poesia. Le piace la poesia? Sa che cos’è la poesia? Ha paura della poesia? Possiede il demoniaco giubilo della poesia?
Dunque veda. Anche questo è uno stile. Il poeta non muore la morte della poesia. È lo stile.
Sta ascoltando come questi bambini enormi gridano e gridano entrando nell’eternità. Noti: siamo il poema dove essi si distanziano. Come? Pazzamente. Chi sopporterebbe quelle grida magnifiche? Ma il poeta fa lo stile.
Scusi, sia un poco più onesto. Sia almeno più intelligente. Si vede bene che non sono pazzo. Io no. I bambini sono quelli che impazziscono. E questo perché gli manca uno stile.
Sa di cosa le stavo parlando? Della vita? Di come sbarazzarsene? Bene, il signore non è stupido, ma non è neppure molto intelligente. Conosco. Conosco il tipo. Forse anch’io sono stato così. Lei pratica l’arte della parsimonia: non la poesia, ma le poesie… Evidentemente si accultura. Forse possiede troppo stile. Ma, ascolti, la pazzia, la tenebrosa e meravigliosa pazzia… Insomma, non sarebbe questa più nobile, diciamo, più in accordo con il grande segreto della nostra umanità?
Forse il signore è più intelligente di me.
Helberto Helder
(Traduzione di Gianfranco Pecchinenda)

ESTILO



Si yo quisiese enloquecería. Sé tal cantidad de historias terribles. Vi muchas cosas, me contaron casos extraordinarios, yo mismo… En fin, a veces ya no consigo organizar todo esto. Porque, sabe, despertar a las cuatro de la mañana en un cuarto vacío, encender un cigarro… ¿se da cuenta? La pequeña luz del fósforo levanta de repente el volumen de las sombras, la camisa puesta sobre la silla gana un volumen imposible, la vida nuestra… ¿comprende? …la vida nuestra, la vida entera, está allí como… como un acontecimiento excesivo… Tiene que ser ordenada a toda prisa. Felizmente existe el estilo. ¿No tiene idea de lo que es? Veamos: el estilo es una unidad de significación. ¿Me hago entender? ¿no? bien, no aguantamos el desorden atolondrado de la vida y, entonces, nos pegamos a ella, la reducimos a dos o tres tópicos simplificados. Después, por medio de una operación intelectual, decimos que esos tópicos se encuentran en un tópico común, supongamos del Amor o de la Muerte. ¿Entiende? Una de esas abstracciones que sirven para todo. El cigarro se consume ¿no es así?, la calma vuelve. Mas ¿puede imaginar lo que es esto toda las noches durante semanas o meses o años?
Una vez fui a un médico.
–Doctor, estoy loco – le dije–. -Debo estar loco.
–Hay locos en la familia? -preguntó el médico. –¿alcohólicos, sifilíticos?
–Sí, señor. Los peores. Locos, alcohólicos, sifilíticos, místicos, prostitutas, homosexuales. ¿Estaré loco?
El médico tenía sentido del humor y me recetó barbitúricos.
–No necesito remedios -dije yo–. Sé historias acerca de la vida. ¿De qué me sirven los barbitúricos?
La verdad es que yo aún no había encontrado el estilo. Pero oiga mi amigo: conozco por ejemplo la historia de un hombre viejo. Conozco también la de un hombre joven. La del viejo es mejor, pues era muy viejo ¿y qué podría él esperar?, Pero vea, preste mucha atención. Ese hombre viejísimo no se resignaría nunca a prescindir del amor. Amaba las flores. En medio de su soledad tenía masetas de orquídeas.
El mundo es así, qué quiere. Es forzoso encontrar un estilo. Seria bueno colocar grandes carteles en las calles, hacer avisos en la televisión y en los cines. Procure su estilo si no quiere terminar arruinado. Conseguí mi estilo estudiando matemáticas y oyendo un poco de música. -Joan Sebastian Bach–. Conoce seguramente esas cosas tan simples, tan armoniosas, que son un sistema de tres ecuaciones con tres incógnitas. Primitivo, rudimentario. Resolví miles de ecuaciones. Después oía Bach. Conseguí un estilo. Lo aplico por la noche, cuando despierto aterrorizado viendo las grandes sombras incomprensibles irguiéndose en medio del cuarto, cuando la pequeña luz se hace en la punta de los dedos y toda la inmensa melancolía del mundo parece subir de la sangre con su voz oscura… comienzo a hacer mi estilo. Admirable ejercicio este. A veces uso el proceso de vaciar las palabras. ¿Sabe cómo es? Tomo una palabra fundamental. Palabras fundamentales, curioso… Tomo una palabra fundamental: Amor, Enfermedad, Miedo, Muerte, Metamorfosis. La digo en voz baja veinte veces. Ya nada significa. Es un modo de alcanzar el estilo. Vea ahora esta artimaña:

A los niños los enloquece la poesía .
Escuchen un instante cómo quedan presos
en lo alto de ese grito, cómo la eternidad los acoge
en cuanto gritan y gritan.
(…)
– Y nada más somos el poema donde los niños
se distancian locamente.

Es el fragmento de una poesía. ¿Le gusta la poesía? ¿Sabe qué es poesía? ¿Tiene miedo a la poesía? ¿Tiene el demoniaco júbilo de la poesía?
Pues vea. Es también un estilo. El poeta no muere la muerte de la poesía. Es el estilo.
Esta oyendo cómo esos niños enormes gritan y gritan entrando en la eternidad. Note: Somos el poema donde ellos se distancian. ¿Cómo? Locamente. ¿Quién soportaría esos gritos magníficos? Pero el poeta hace el estilo.
Perdón, sea un poco más honesto. Sea al menos mas inteligente. Se ve bien que no estoy loco. Yo, no. Los niños son los que enloquecen, y eso es porque les falta un estilo.
¿Sabe de qué le estuve hablando? ¿De la vida? ¿De como desembarazarse de ella? Bien, el señor no es estúpido, pero tampoco es muy inteligente. Conozco. Conozco su tipo. Tal vez yo ya fui así. Usted practica las artes con parcimonia: no la poesía, mas las poesías… Se cultiva evidentemente. Quizá posee demasiado estilo. Pero, oiga, la locura, la tenebrosa y maravillosa locura… En fin ¿no seria eso más noble, digamos, más acorde al gran secreto de nuestra humanidad?
Tal vez el señor sea más inteligente que yo

Helberto Helder

Traducción del portugués de Lauren Mendinueta

domenica 27 febbraio 2011

SALINGER


Vivimos de espaldas a la memoria del mundo, como si temiéramos ser vistos como anticuados por recordar algo del pasado. Y hay una constante inmersión autista de lo mediático en un efímero presente que borra todo lo demás. Se habla, por ejemplo, de la crisis de la prensa escrita como si fuera un tema de nuestros días, de "rabiosa actualidad". Pero esa crisis es muy antigua. Leyendo J.D. Salinger. Una vida oculta, la excelente biografía de Kenneth Slawenski (Galaxia Gutenberg), me he acordado de una crisis que fue realmente clave y que tuvo lugar a principios de la década de 1960. ¿Cómo explicarnos que muchos periodistas de hoy parezcan desconocerla? En eso sucede lo mismo que con las constantes polémicas que nos parecen tan de actualidad, pero que en el fondo repiten discusiones que ya tuvieron lugar en otros días y que se habían ya hasta apagado de tanto repetirse.

La noticia en otros webs

Salinger habló de honor y respeto. Sonó extraño. Eran palabras anticuadas

Se exigía a sí mismo gentileza y la esperaba de los demás

Me he encontrado con la crisis de prensa de los años 60 en el libro de Slawenski. Desde siempre me interesó averiguar las causas más probables del abandono, por parte de Salinger, de la vida pública. Y he encontrado una posible clave de su deserción en ciertos episodios de una 'guerra de la prensa neoyorquina' que tuvo lugar a principios de la década de 1960. En esos días, la mayoría de los estadounidenses se informaban de los acontecimientos y de las corrientes de opinión a través de diarios y revistas. Los informativos de televisión estaban aún en pañales. Sin embargo, el asesinato de Kennedy iba a demostrar en 1963 el poder del medio para atraer una audiencia masiva: al final de la década, la influencia de la prensa se vería eclipsada por el periodismo televisivo. Nos cuenta Slawenski que el cambio del deseo del público de noticias impresas a favor de las televisadas se produjo de forma irregular. En lugares como Nueva York, donde el número de diarios era extraordinario, la transición fue violenta. Cuatro periódicos, entre ellos New York Times, competían por un público lector siempre menguante y libraban una guerra continua por la difusión.

Ciertas reglas del juego se quebraron. El Herald Tribune intentó dinamitar el prestigio de The New Yorker, el suplemento dominical de NYT y atacaron a William Shawn, el director, un hombre siempre en la sombra y tan famoso por su deseo de privacidad como su amigo y colaborador J.D. Salinger. Para el autor de El guardián entre el centeno, The New Yorker formaba parte de su propia familia y Shawn era algo más que un amigo. El Herald Tribune había fichado a periodistas brillantes, como Tom Wolfe, quien, nada más ingresar en la redacción, decidió lanzarse directamente a la yugular de Shawn, y no sólo escribió dos hirientes parodias sobre el estilo de dirección y hábitos personales de éste, sino que lo asedió por teléfono solicitándole una entrevista.

Particularmente injurioso fue Pequeñas momias. La verdadera historia del soberano del país de los muertos vivientes de la calle Cuarenta y tres, el artículo de Wolfe contra Shawn y la redacción de su suplemento. Muchos famosos escribieron cartas en defensa de Shawn y se escandalizaron de que la reputación del Herald Tribune hubiera ido a parar a las cloacas. Pero ninguna carta acaparó más atención que la de J.D. Salinger, que conocía ya muy bien en esos días lo que era ser manipulado y descalificado por la prensa. Salinger habló de honor y respeto. Sonó extraño. Eran dos palabras anticuadas. Pero es que honor y respeto eran cualidades esenciales para él, estaban grabadas en su personalidad: eran sólidos atributos por los que el escritor medía su vida y las de los que le rodeaban. Escribe Slawenski: "No sólo se exigía a sí mismo rectitud y gentileza, sino que también las esperaba de los demás, y siempre mostraba sorpresa y aflicción cuando lo trataban de forma ruda o decepcionante (...) Incluso la carta más mordaz y desdeñosa de Salinger se ceñía a una cortesía de la que nunca se le habría ocurrido desprenderse. Lo que más le dolía era la insensibilidad de los demás: la falta de percepción en una crítica, la promesa rota de un amigo, la mentira de un niño"

Todo indica que ni Shawn ni su amigo Salinger captaron el concepto que estaba detrás de la maniobra del Herald Tribune. No se trataba en absoluto de respeto ni honor (¡cosas tan anticuadas!), sino de difusión, publicidad y dinero, precisamente todo lo que más desdeñaba J.D. Salinger. Los tiempos estaban cambiando. Empezaba una época en la que los brillantes demoledores de iconos, como Wolfe (hoy en día, pagado con su propia medicina, demolido también él), iban a sentirse cómodos y triunfarían, mientras que Salinger -también él un icono- no se identificaría con las deshonestas nuevas formas de un mundo en el que honor y respeto no iban a ser ya más respetados.

Todo eso debió de alertar a Salinger, que decidió esconderse aún más, alejarse ya sin paliativos de lo que podríamos llamar la "frenética profesión". ¿Frenética? No tiene por qué serlo si el éxito en ella depende de la opinión que uno tenga sobre sí mismo. "Piensa bien de ti, y habrás ganado. Pierde tu autoestima, y estás perdido", dice el hombre sensato. Pero por esa misma razón se trata una profesión delirante, porque va desarrollándose en ella un complejo de persecución cuando uno comprende que es la pura verdad que la gente que no habla bien de ti te está matando.

Era mejor apartarse, y así lo vio Salinger. En la era de la difusión, publicidad y dinero, no había -no hay- sitio para el honor, el respeto, la gentileza, la sensibilidad hacia los otros. Cuando pienso en esto, me acuerdo del viejo loco que vi ayer en la calle. Parecía que pidiera limosna, pero cuando pasé por su lado le oí decir: "Pero al fin y al cabo, ¿en qué consiste tanta felicidad?". En difusión, publicidad y dinero, pensé. Pero en ese momento vi que la felicidad a la que se refería era la suya.

giovedì 13 gennaio 2011


No vayas a creer lo que te cuentan del mundo,


en realidad el mundo es incontable.


En todo caso es provincia de ti.